Cuerpo, rostro y corazón
La afirmación de que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios la ha recuperado con fuerza la antropología teológica actual. Durante largos siglos vegetó en el patrimonio de la fe sin que inyectara su potencial en la vida cristiana. El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia y el mundo, puso de nuevo la expresión y sus fecundas derivaciones sobre el tapete de la reflexión teológica. Desde el punto de vista bíblico no es posible hablar de cuerpo y alma como de dos principios paralelos. Este lenguaje es más bien propio de la tradición occidental iniciada en Platón y que ve con muchos recelos el cuerpo. Cuando un tal modo de pensar penetró en el cristianismo dio origen a ambigüedades y malentendidos. Hoy día se ha reflexionado abundantemente sobre el particular. La cuestión es suficientemente conocida. La traemos a colación porque los relatos creacionales del Génesis se refieren al ser humano en cuanto imagen de Dios. Sólo la reflexión posterior distinguirá en tal imagen, y en un segundo momento, una dimensión más material y otra más espiritual. De ahí que al hablar de la imagen tengamos que hacerlo -si nos empeñamos en distinguir- también de la corporeidad. El tema de la corporeidad nos lleva como de la mano al rostro de la persona que es el lugar donde adquiere mayor densidad y capacidad de expresión el cuerpo humano. El rostro que, evidentemente, no constituye una región del cuerpo como las demás, sino que cobra una especialísima relevancia en el conjunto. Si la corporeidad conduce al rostro, éste refiere al corazón. En efecto, se diría que las expresiones del rostro se alimentan del estado de ánimo del individuo. Como si quedaran unidos -rostro y corazón- por secretos vasos comunicantes. Con el vocablo corazón aludimos a la profundidad de la persona. Con este símbolo Indicamos el centro unificador de la persona, de donde surgen las opciones morales, los sentimientos, las convicciones y las decisiones. Cuerpo, rostro y corazón son como un sistema de símbolos que permiten un lenguaje ágil y revelador de lo que acontece en el misterio del ser humano. Misterio que involucra un centro unificado desplegándose en plurales dimensiones. En efecto, el yo se ramifica en espíritu y materia. Si se prefiere, en cuerpo y el alma. Las líneas que siguen pretenden ensanchar muy modestamente el surco que la teología contemporánea ha empezado a trabajar respecto de conceptos tan básicos como el rostro y el corazón. Tal vez fortalezcan la convicción de que la persona posee una inviolable dignidad y que su vocación consiste en dialogar y compartir con el prójimo. Después de todo en ello cristaliza la enseñanza del evangelio: la caridad hacia el prójimo que es imagen del Creador. Tratamos de mostrar que la misma estructura humana apunta ya hacia ese objetivo.
I.
El cuerpo.
Asistimos
a una verdadera explosión
del protagonismo del cuerpo. La literatura, el cine y las artes apuntan
hacia él. Las revistas científicas o de divulgación también le
prestan una notable atención. En la ciudad hacen su aparición los
gimnasios, los lugares para ejercitar los músculos y cultivar los aeróbicos.
Por una parte se sacraliza el cuerpo y por otra se lo degrada. La
recuperación del cuerpo no puede ni debe desgajarse de la recuperación
de la persona integral. A tal fin conviene observar de modo panorámico
el papel del cuerpo en la antropología teológica.
1.-
Síntesis y metáfora del universo. Muy apropiado resulta para iniciar la tarea el texto ya citado de la GS 14, pues recoge la sensibilidad de nuestro tiempo en el contexto de la fe. La GS se refiere a la historia milenaria del cuerpo. Unidad de alma y cuerpo, el hombre sintetiza en sí mismo, por su misma condición corporal, los elementos del mundo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador (cf Dan 3,57-90). No debe, por tanto, el hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día.[1] El
cuerpo, con sus múltiples perfecciones y maravillosos recursos, es como
la metáfora de la perfección del universo. Constituye la máxima
adquisición de esa larguísima evolución en que se empeñó la materia
a lo largo de millones de años. Cosmos y cuerpo (microcosmos, se le ha
llamado desde tiempos antiguos), son resultado del amor gratuito y
creador de Dios. Las plantas, el agua, el firmamento, el sol, merecen la
aprobación divina: Vio Dios que estaba bien. Pero cuando aparece
el ser humano en la cima de la creación el comentario es más rotundo: Vio
Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien (Gén 1, 31). Desde la perspectiva bíblica todo el ser humano, sin excluir su corporeidad, es el término de la creación divina. Lo muestra a las claras el hecho de que el ser humano ha sido creado varón y mujer. Ahora bien, en el cuerpo -creado varón y mujer a imagen de Dios- se concreta la caracterización sexual. Cuerpo y alma de ambos reflejan la belleza y bondad de Dios. La pareja humana en su dimensión corporal y espiritual son la obra maestra del Creador, la cima del universo, la más valiosa perla de la creación.
2.-
Signo
y símbolo del yo más profundo. Tan insoluble e imbricada resulta la unidad de la persona que lo mismo puede decirse de ella que es un cuerpo animado o un alma encarnada. Nadie puede decir yo al margen del cuerpo, como tampoco puede decirlo al margen del alma. Cuerpo y alma constituyen dos elementos indisolublemente unidos. Quizás mejor: la persona es cuerpo mirada desde fuera y es alma mirada desde dentro. Afirmaba Karl Barth que es erróneo definir al hombre como un cuerpo adosado a un alma o viceversa. No. El ser humano es todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro. Mucho cabría matizar y sutilizar al respecto, pues aun cuando se distinguen dos elementos estructurales en la persona, no por ello está permitido tratarlos luego como dos elementos yuxtapuestos. El cuerpo es símbolo y realidad del yo profundo de la persona. Si no fuera a través de la corporeidad no podríamos situarnos en el escenario que es el mundo. No sobreviviríamos porque seríamos incapaces de alimentarnos, de respirar, de reproducirnos. Habría que pensar en un concepto de vida humana radicalmente distinto. Por supuesto, sin cuerpo desaparece la palabra y la posibilidad de expresión. El amor más sublime necesita del cuerpo para acoger y para reconocer, para abrazar y para entregarse. La
verdad integral de la persona consiste en vivir dos dimensiones que, sin
embargo, no obstan para la profunda unidad del yo. Al contrario, sin
ambas dimensiones -materia y espíritu-, no existe un
yo humano. Y cuando la pluralidad de dimensiones no
consigue ensamblarse en firme unidad, hay que esperar los efectos más
negativos en la vida del individuo. Pretenderá ser un ángel y olvidará,
en el intento, las más elementales normas de humanidad. O se precipitará
en la animalidad y violará las mínimas exigencias de su humanidad. En
ambos casos da la espalda a su vocación. Cuando sobreviene la desarmonía entre el cuerpo y la mente acontece la tóxico-dependencia, el suicidio, la violación, la agresividad en sus diversas formas. Los males del espíritu dejan su huella en el cuerpo y las dificultades del cuerpo desasosiegan al espíritu. Cuando hoy día se clama por una medicina integral, holística, se pretende decir justamente que cuerpo y espíritu no pueden tratarse de modo independiente. Las pastillas y la cirugía son tan necesarias como la comprensión y la atención al paciente.
3.-
Instrumento
de comunicación. El
misterio trinitario consiste en un intercambio total de acogida,
conocimiento y donación. No nos es dado hablar gran cosa sobre el
particular, sólo está a nuestro alcance el balbuceo de algunos datos
tras escuchar atentamente la Revelación. Sin embargo, es de toda lógica
y razón pensar que, si el ser humano ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios, entonces está llamado a conocer, amar, acoger y
entregarse. La persona, por su propia definición, no es un yo
solitario, sino un yo que enfrente encuentra un tú. El
corazón humano necesita de otro corazón para intercambiar el afecto.
El rostro humano requiere de otro rostro para descubrir la alteridad. La
voz humana necesita escuchar otra voz para no frustrarse a causa de la
ausencia de respuesta.[2] Desde la filosofía no cabe poner reparos al hecho de que la persona es por esencia comunicable y que justamente en el intercambio se realiza. Desde la fe ya hemos aludido al misterio trinitario, fuente de toda comunicación. Desde la fenomenología del cuerpo cabe decir que éste ha sido diseñado para la comunicación hasta en sus más mínimos detalles. Los cinco sentidos bien pueden considerarse cauces de comunicación de la persona en cuanto que permiten observar el escenario en que vivimos y encontrarnos con nuestros semejantes. Los sentidos son auténticas ventanas que comunican la profundidad de la persona con el resto del mundo. -
Con la vista percibimos las cosas que nos rodean. Frente a nosotros
estalla de modo formidable un universo de colores, de siluetas, de luces
y sombras. Con la mirada somos capaces de comunicarnos con nuestro
interlocutor y percibir su estado de ánimo.
-
Con el oído gozamos de los sonidos de la naturaleza, de la música y
las canciones que nos han legado nuestros predecesores. Es el oído básicamente
quien me proporciona los fonemas con los cuales mi prójimo se dirige a
mí y se comunica. El intercambio de palabras es el modo más común de
comunicarse y el que consigue más recursos. -
El tacto nos hace sentir vivos, es la avanzada del cuerpo. Gracias al
tacto -a la palmada, al abrazo, al beso- comunicamos sentimientos
profundos y conquistamos en buena parte el terreno de la amistad. Los
sentimientos más profundos con frecuencia se expresan a través del
tacto más que de la palabra. -
Con el gusto y el olfato participamos de sutiles aspectos de la realidad
que nos enriquecen, nos guían por los caminos del mundo, nos permiten
descubrir sensaciones impensadas.[3]
El
cerebro es una fabulosa obra de ingeniería humana. Nueve mil millones
de células nerviosas al servicio del aprendizaje, del almacenaje en la
memoria. Gracias a él las intuiciones siempre están prestas a aflorar
y son posibles las conexiones con los datos memorizados. Las
imaginaciones, las elaboraciones especulativas, el lenguaje simbólico
tiene que ver directamente con la formidable máquina que es el cerebro.
Dicen los estudiosos que en nuestra vida no usamos mas que un pequeño
porcentaje de sus capacidades. Los
sentimientos y las emociones tienen como soporte el cerebro y el cuerpo
entero. Sensaciones, sensibilidades y deseos que se desbordan hacia el
exterior a través del cuerpo y la palabra. Formidables fuerzas las de
los sentimientos y las emociones que orientan y favorecen o desfavorecen
el caminar de cada día. La ternura, la sexualidad, el amor, el temor,
la rabia, la ansiedad... Nuestro cuerpo y nuestro cerebro está habitado
por un enorme potencial en cada uno de sus centímetros cuadrados. Por
eso habla con elocuencia la mirada y el rostro transparenta dolor,
cansancio o deseo. Los acentos de la voz, las posturas corporales, son
el lenguaje del cuerpo que deja entrever su estado de ánimo profundo.
4.-
Parábola
del ser y del quehacer humano. El
cuerpo es metáfora y parábola del yo profundo que late en su interior
y que se transparenta, aun sin pretenderlo expresamente. Ya los SS. PP.
daban importancia a la posición erguida de la persona. Tal posición
apunta al deseo (metafórico) de verticalidad. El ser humano desea más,
experimenta la nostalgia del todavía no, quiere trascender sus
experiencias cotidianas y superar su entorno. Los numerosos músculos,
huesos y tendones de pies y piernas, nos permiten la movilidad, el
desplazamiento por los senderos de nuestro mundo. Parecen indicar tácitamente
nuestra condición de peregrinos hacia el más allá. Los
brazos de que disponemos nos permiten abrazar a nuestros compañeros de
camino. El abrazo es signo de acogida y de solidaridad. Con nuestros
brazos y nuestras manos podemos dar una palmada en la espalda del prójimo
y alentarlo en el camino. El cuerpo, por su misma estructura, ya parece
anticipar lo que somos y la tarea a que nos invita nuestra vocación. La
horizontalidad de los brazos abiertos indica muy bien la relación con
los hermanos. La verticalidad de un cuerpo erguido significa el hambre
de trascendencia. Cualquier pretensión de autosuficiencia o de cerrazón
en las propias posibilidades entra en contradicción con la silueta del
cuerpo humano. También dicho cuerpo es una parábola elocuente de la historicidad en la que estamos atrapados. El cuerpo nace, crece, se desarrolla y llega a su plenitud. Pero luego mengua, pierde fuerzas y muere. Pasa por momentos de sed y de hambre, de agravio y de placer, se desplaza y descansa, enferma y muere.
II.
El corazón. Corazón
es un concepto intuitivo, simbólico, que más allá de lo físico y lo
metafórico, hace referencia a algo interior al hombre, en cuanto
designa la unidad y la totalidad del ser humano. El corazón, ese órgano
biológico situado en el centro físico de la persona, que es el motor
de su vida y que, al pararse, produce la muerte, ha sido usado para señalar
prácticamente en todas las culturas, no sólo el núcleo de la vida física,
sino también la existencia humana en su integridad físico espiritual.[4]
1.-
El simbolismo del corazón. La
raíz indoeuropea de corazón (krd), que da origen a los vocablos
griego y latino cor y kardía significa centro y medio.
En la antigüedad se ha utilizado la palabra corazón para indicar la
totalidad de la persona. Aunque cabe matizar que en la tradición
occidental se ha insistido en este símbolo como lugar o sede de
afectos, sentimientos y pasiones. En cambio, en la tradición oriental
el corazón es particularmente el lugar de las ideas y raciocinios. En
las religiones orientales -tanto la judía como la musulmana- el vocablo
corazón adquiere un peso simbólico mucho más notable que su
significado meramente biológico. El corazón humano en las dos
mencionadas religiones expresa el núcleo profundo y central de la
persona humana. Indica su personalidad que abarca la variada gama y la
enorme riqueza de las manifestaciones anímicas, emocionales e
intelectivas. Con
estos antecedentes podemos intentar una pequeña síntesis desde la
perspectiva que nos interesa. Cuando
hablamos del corazón vamos más allá de sus contornos físicos. Sí,
el corazón es el órgano musculoso que sostiene la vida, cuyos latidos
marcan la intensidad de los sentimientos que agobian o exaltan a la
persona. Pero también tiene asignada la función ancestral de evocar la
profundidad del ser humano. Constituye el centro simbólico de la
persona -compuesta de materia y espíritu- de donde surgen los
sentimientos, donde se enraízan las opciones morales y se nutren las más
comprometidas decisiones. El
corazón mantiene un rico significado porque está encerrado como un
rico tesoro en la parte superior del ser humano. En él permanecen
velados los sentimientos más íntimos. Cuando la mente se obnubila o el
rostro del prójimo nos rehuye, entonces es el corazón quien ve más
claro. Se ha dicho, en efecto, que lo más importante no se ve con los
ojos, sino con el corazón. Es el órgano o la capacidad que mejor
sintoniza con el mundo del sentimiento y de la experiencia. Necesitamos particularmente del símbolo cuando nos referimos a realidades religiosas que no podemos palpar ni diseccionar con nuestra inteligencia. La vista, el tacto y los otros sentidos resultan de escasa ayuda a la hora de aludir al misterio del diálogo entre Dios y hombre. Y es que las realidades religiosas siempre se hallan más allá. Sólo nos es dado apuntar a ellas, evocarlas con el símbolo y la metáfora. En este terreno el símbolo del corazón presta un gran servicio.
1.
Las razones del
corazón La
riqueza que contiene la palabra corazón, en cuanto indica la manera de
razonar, de sentir y de situarse en la vida, podemos aprenderla de Blas
Pascal. El tuvo hondas vivencias, experiencias profundas, sufrió y vivió
intensamente. En un momento histórico en que Descartes era aclamado
gracias a su deseo de claridad, geometría y raciocinio, Pascal prefiere
cambiar el tono del discurso. Para él no es suficiente la sola razón.
También hay que dar su espacio al conocimiento intuitivo. Nada hay que
decir contra la lógica, pero no menos relevante es el instinto. Pascal
es partidario de usar el razonamiento y el sentimiento a la vez[5]. El sentimiento del que habla Pascal nada tiene que ver con el sentimentalismo. La palabra que él tanto usa -corazón- resume mejor su pensar que la de sentimiento. Y corazón no implica lo irracional o emocional en oposición a lo lógico y racional, sino que es el centro de la persona, el punto de arranque de sus opciones y manifestaciones. Razón y sentimiento se unen armónicamente en el corazón. El corazón es capaz de razonar, pero también de ir más allá, de percibir intuitivamente y conocer existencialmente. Era de esperar que Pascal escribiera su frase lapidaria, seguramente la más citada: El corazón tiene sus razones que la razón no conoce: se sabe esto en mil cosas[6]. Grandes
frases de Pascal en la misma dirección: conocemos
la verdad no sólo por la razón, sino aun por el corazón.[7]
Es el corazón el que siente a Dios y no la razón[8].
Bien
podría decirse que el intento de Pascal consistió en hacer volver a
los hombres a su corazón.[9]
Si
los hombres regresan al corazón, en el sentido que él lo entendía,
entonces discernirán mucho mejor, pues tendrán en cuenta a los otros y
no en exclusiva a la fría razón. Porque uno se conoce a sí mismo según
su propia capacidad de entrega.[10]
2.
Un
corazón que ama, perdona y se entrega Con estas bases sintoniza ampliamente la corriente personalista, según la cual una persona sólo se percibe a sí misma en cuanto contempla al otro como en un espejo, en cuanto escucha la respuesta del prójimo como respuesta a su interrogación. Si el otro no estuviera ahí acogiéndome o rechazándome, no sabría bien dónde acaban mis derechos, ni si yo vivo o con-vivo. No sería res-ponsable, puesto que nadie habría a quien responder. Los grandes teóricos del personalismo (como Buber y Levinas) se encargarán de elaborar ulteriormente estos principios. Entenderán que el corazón es el lugar donde el hombre puede estar junto a sí mismo y, desde la libertad, comunicarse con los otros. Solamente desde el corazón puede salir el ser humano al encuentro del tú, no como otro yo, sino como totalmente otro. Por su parte Rahner concluirá que el corazón humano limita en todo momento con Dios y está siempre orientado a los demás hombres. Consecuentemente con estos principios el ser humano existe de modo necesario con los otros. Se trata de una estructura de su existir. Necesita de los otros para nacer y para sobrevivir (alimentación, higiene...), pero también para realizar su esencia dialogal y afectiva. Sin los otros la persona no es capaz de desarrollarse en plenitud a nivel físico, psicológico o espiritual. El individuo no sólo requiere una gestación en el seno materno durante nueve meses, sino también una gestación cultural de largos años para lograr ser hombre o mujer cabal. En este largo aprendizaje a él se le entregará cuanto necesita para insertarse en el grupo social. Luego tendrá también que dar para que otros puedan conseguir la misma integración[11]. En unas etapas más que otras, pero continuamente está aprendiendo o enseñando. Si las cosas son así, la más profunda razón del obrar humano no puede brotar de un corazón frío y curvado sobre sí mismo. Más bien se enraíza en la capacidad de convivir, de amar, de perdonar y de entregarse generosamente. Entonces la persona vivirá con el corazón en la mano, según el refrán popular.
III.
El rostro.
El
cuerpo, hemos dicho, es una metáfora de nuestro yo. Pues bien, podemos
forzar algo más la comparación y afirmar que el rostro es una metáfora
del cuerpo. En él adquiere la máxima densidad el yo humano. Porque,
además, tal parece que el rostro posee vasos comunicantes con el corazón.
Los pensamientos, opciones y decisiones del corazón se reflejan, ante
todo, en el rostro. Nada extraño que Levinas haya hablado, en acertada
formulación, de la epifanía del rostro. En los últimos años
este concepto ha cobrado notable relevancia en filosofía y teología.
En buena parte hay que atribuirlo al filósofo francés Emmanuel Lévinas[12]
y, en el habla española, a Julián Marías.[13]
1.-
El
rostro como vanguardia de la persona. Llamamos
persona a la unidad profunda del sujeto que se despliega en su dimensión
espiritual y corporal. No es el momento de aludir a la historia de la
palabra ni a sus significados cambiantes con el paso del tiempo.
Entendemos la persona, en nuestro contexto actual, como un centro
consciente y dinámico, un sujeto capaz de comunicarse con el prójimo
al que hay que atribuir toda dignidad. Se ha definido la persona como la
libre realización de su naturaleza. Una naturaleza que no puede
prescindir de su corporeidad. Gabriel Marcel insistía en que no tenemos
un cuerpo, sino que somos un cuerpo. Y es de evidencia inmediata
que donde el cuerpo adquiere mayor densidad, capacidad de comunicación
y personalidad es en el rostro. De ahí que el término rostro vaya
estrechamente vinculado al de persona. En el rostro se transparenta la
progresiva y libre realización de la naturaleza personal. El rostro es
la expresión y presencia de la realidad concreta de la persona humana[14] El rostro es mucho más que unos determinados centímetros de piel o una precisa extensión corporal. No cabe homologarlo con otras regiones del cuerpo, pues su densidad y significado en cuanto a la comunicación y la expresión es mucho más relevante. El concepto de rostro apunta a la dimensión estrictamente individual del sujeto y se conecta con su más profunda interioridad (que expresamos con el símbolo del corazón en el sentido antes mencionado). Las emociones propias y las relaciones interpersonales dibujan y transfiguran las diversas expresiones del rostro. En el rostro irrumpe, acontece, se transparenta la persona, en él se registran incluso los sentimientos, emociones y actitudes del individuo. En ocasiones el rostro se hace palabra y entonces me permite conocer todavía más a fondo y con detalle los pensamientos y sentimientos del prójimo. Una buena parte de verdad contiene la afirmación de que, a los cuarenta años, cada uno tiene el rostro que se ha labrado a lo largo de su vida. Es significativo notar que nadie ve directamente su propio rostro, a no ser con la ayuda del algún instrumento como el espejo o una superficie reluciente. ¿Será porque el rostro no es para mí, sino para el otro? El rostro es por sí mismo un lenguaje silencioso, trasparenta el yo íntimo de modo más efectivo que el resto del cuerpo. Los pliegues del rostro y el talante de la mirada irradian la intencionalidad, la interioridad y la emotividad profunda de la persona. A pesar de todo, en el rostro puede instalarse la ambigüedad. Es posible manifestar sentimientos y emociones que en realidad no se experimentan. Ni la mirada acogedora, ni la sonrisa abierta, ni el semblante afable garantizan inequívocamente que la actitud interior se corresponda con tales expresiones. De manera que la persona puede ocultarse a través de su rostro. Pero en este caso hablamos más bien de excepciones, represiones y falsificaciones.
2.-
El
rostro como indicador ético. Cuando
enfrente de mí vislumbro un rostro se me hace visible su interioridad,
su carácter irrepetible, su dignidad. El rostro remite a la imagen de
Dios. El otro no es equivalente a lo otro (las cosas), ni
al animal, porque tiene un rostro. Sólo el que viva replegado herméticamente
sobre sí mismo y no perciba el rostro de su prójimo será capaz de
tratarle como si no tuviera dignidad alguna. Es decir, como un objeto al
que manejo según mis intereses y conveniencias. Cuando entran en juego
sentimientos muy viscerales de carácter racista, xenófobo,
nacionalista o religioso no raramente ocurre que se opaca el rostro del
prójimo y se endurece el propio corazón. El
rostro del otro me lleva a percibir de modo inmediato -sin necesidad de
reflexiones ni argumentos- que el otro no puede ser instrumentalizado
por mis intereses. El posee una dignidad que no debe ser violada, no es
medio sino fin, como insistentemente recordara Kant. El otro es fuente
de sentimientos y de iniciativas. Desde la antropología teológica todo
ello significa que también él es imagen de Dios. Desde la convivencia
humana implica que él es tan digno como yo y no lo puedo subordinar a
mis conveniencias. Tales planteamientos levantan serios interrogantes sobre algunas actividades comunes en nuestra sociedad contemporánea. Por ejemplo, la muy desarrollada publicidad. La propaganda tiene como objetivo convencer racional o irracionalmente al otro, con los recursos de que disponga y (muchas veces) sin reparar en escrúpulos. Se le pretende convencer para que acepte ideas de tipo político o compre determinados productos económicos. La publicidad tiende a tratar al otro como cliente, paciente, consumidor, votante... Olvida su personalísimo rostro ocupado como se halla en favorecer los propios intereses crematísticos o ideológicos. El rostro es como el indicador del misterio personal. Ahora bien, este misterio necesita de un ambiente cálido y de acogida para manifestarse. Si tropieza con miradas duras y actitudes desconfiadas la persona rehúsa la apertura y permanece clausurada. Tal como acontece con el caracol que se esconde cuando sus antenas detectan obstáculos cercanos. Para favorecer la transparencia del misterio personal hay que mirar el rostro del prójimo con paciencia, respeto y amor. La mirada que no respeta envilece, destruye, disecciona.
Manuel
Soler Palá, msscc [1] Cierto que esta visión se complementa con los versículos siguientes: el ser humano ha sido herido por el pecado y parece experimentar la rebelión del propio cuerpo... Debe tenerse presente para no caer en un optimismo ingenuo. [2] En este contexto cabría profundizar el concepto de persona de la escolástica (individua rationalis substantia) que resulta en exceso determinado por la racionalidad del individuo. O la idea cartesiana del yo solitario (pienso, luego existo) que hace abstracción del propio cuerpo y de los demás. Las corrientes personalistas han llegado a la conclusión de que la definición de persona requiere de la relacionalidad. Existir es tanto como coexistir. [3] Para la temática de los sentidos, Cf. Rocchetta, Hacia una teología... o. c. 19 ss. También, F. Gianfranceschi, Il senso del corpo. (Milan 1986). José Cristo Rey García Paredes, “Vivir nuestro Cuerpo. Espiritualidad de los sentidos”, Vida Religiosa 3 (mayo-junio 2002) 172-184. A un nivel de mayor divulgación, Carlos G. Vallés, Mis amigos los sentidos (Santander 1996). [4] J. F. Cuenca Molina, “Corazón” en Diccionario de Pensamiento Contemporáneo. Ver también K. Rahner, “Corazón” en Conceptos fundamentales de la Teología, 2ª ed. y M. Soler Palá, Jesús, el corazón humano de Dios (Sto. Domingo19995), 12-18. [5]
B. Pascal, Pensamientos (Barcelona 1977), n. 26. Esta
obra sigue el plan y la numeración de la muy conocida edición de
Brunschwicq. [6] Ibidem
n. 477. Hans Küng la traduce por libre: la lógica del corazón
consiste en que el corazón tiene su propia razón. El autor
tiene unas páginas brillantes sobre Pascal y su obra. Ver el libro ¿Existe
Dios? ( Madrid 1979), 81ss [7]
Ibidem n. 479 [8] Ibidem n. 481 [9] Hacer volver los hombres a su corazón: tal es el título que incluye los nn. 8-16 de sus Pensamientos [10]
Cfr Ibidem n. 477 [11] Laín Entralgo insiste en ello con una hermosa formulación: el hombre es un ser indigente y oferente. Por su parte Flick y Alszeghy afirman que la socialidad del sujeto humano no es sólo receptiva, ha de ser también oblativa. El Concilio dirá al respecto: la libertad humana se envilece... cuando el hombre se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre... se obliga al servicio de la comunidad en que vive (GS 31). [12] Cfr Lévinas E., Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. (Salamanca 1977). [13] Cfr J. Marías, Antropología metafísica. ( Madrid 1973). [14] Cfr I. Murillo, “Rostro” en Diccionario de Pensamiento Contemporáneo.
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