LOS
SACRAMENTOS, SIGNOS DE LA TERNURA LIBERADORA DE
DIOS PADRE Reflexiones
pastorales desde la realidad latinoamericana[1] P.
Gabriel Seguí i Trobat, msscc. Introducción
En el año del triduo preparatorio del jubileo del año 2000
dedicado a Dios Padre[2], no hicimos únicamente memoria del Dios
omnipotente y eterno que, tan a menudo, menciona la eucología litúrgica,
sino sobre todo del Dios que nos creó por amor, y que nos muestra su
misericordia “de generación en generación” (Ex 34,7). Nos volvimos
a encontrar con el Papá de Jesús, que revela sus cosas a los humildes
y sencillos, a los ignorantes, y no a los sabios y a los prudentes (cfr.
Mt 11,25-26). Es a este Dios de bondad, que permanece fiel cuando
nosotros le somos infieles[3],
a quien nos animamos a decir, tres veces al día, “Padre nuestro”[4]. En la Escritura, hay dos imágenes que pueden ayudarnos a
relacionar, en filigrana, la ternura del Padre con los sacramentos: Dios
paseándose por el jardín del Edén, como contemplando y gozándose de
la obra de sus manos (cfr. Gn 3,8); y la rasgadura del velo del templo
de Jerusalén cuando Jesús expira en la cruz (cfr. Mc 15,38). Este velo
cerraba la entrada de la estancia (el Santo
de los santos) donde habitaba Dios (la sekiná),
en la que sólo entraba una vez al año -el día del Gran Perdón- el
Sumo Sacerdote, para pronunciar el Nombre impronunciable (Yahveh), y así quedaran perdonados los pecados de Israel[5].
En los sacramentos pascuales, el Padre vuelve a pasearse libremente por
“su” mundo, nunca más recluido en su templo, porque ya no hay velo
que lo separe de la obra de sus manos.
I.
Fenomenología de la acción del padre en la economía sacramental
1. Todas las celebraciones sacramentales concluyen con la recitación del Padre-nuestro[6], porque los sacramentos anuncian la llegada y realizan la acción secreta del Reino del Padre en las entrañas del mundo, apurando su manifestación definitiva. En este sentido, los sacramentos son los signos del pacto del Padre con la humanidad, a iniciativa de Él mismo: “Hagamos un pacto” (Ex 34,10). Sin embargo, justamente porque este pacto tiene su raíz en la paternidad de Dios, los sacramentos son, ante todo, un espacio de fiesta y de juego donde el Padre y los hombres se manifiestan mutuamente ternura y amor. La liturgia es la gran fiesta de la Alianza que el Padre ha trenzado con la obra de sus manos, incluida la creación[7]. De ahí la importancia de lo comunicativo y de lo simbólico en las celebraciones, que dejan de tener un sentido meramente pedagógico para recobrar toda su densidad antropológica y teológica. En esta misma perspectiva, cuando la primera carta de Juan afirma
que “Dios es amor” (1Jn 4,8.16), está glosando la paternidad de la
primera Persona de la Trinidad. En una sociedad que banaliza frecuente
el amor, esta afirmación puede sonar a guión de telenovela; incluso
puede provocar sonrisas en ambientes eclesiales. Vale la pena citar a
Gustavo Gutiérrez:
“El
amor da vida, por ello se llama también Padre a Dios. Él está en el
comienzo de todo lo existente [...]. Dios da origen a lo que existe
porque es el principio de la vida, vivifica porque es vida, ama y
transmite capacidad de amar puesto que -según la expresión paulina
retomada por Juan Pablo II- es «rico en misericordia» (Ef 2,4). Dios
desborda de amor y de ternura [...]. El misterio de la Trinidad expresa
la plenitud de vida de Dios. El Dios de la vida se hace presente en la
historia humana, esta presencia alcanza su máxima y radical expresión
en la encarnación del Hijo”.[8]
Por otra parte, el Catechismus ad parochos de 1566 -el Catecismo romano- comentando el significado de la palabra “Padre” en la explicación del Padrenuestro, dice bellamente: “Ésta
es la palabra con que, por expreso mandato divino, hemos de comenzar
nuestra oración. Hubiera podido elegir Jesús una palabra más solemne,
más majestuosa: Creador, Señor ... Pero quiso eliminar todo cuanto
pudiera infundirnos temor, y eligió el término que más amor y
confianza pudiera inspirarnos en el momento de nuestro encuentro con
Dios; la palabra más grata y suave a nuestros oídos; el sinónimo de
amor y ternura: ¡Padre!” (Catechismus
ad parochos, pars IV, Orationis
dominicae prooemium, 1b)[9].
El Padre vivificador libera a la humanidad de toda opresión en primer lugar devolviendo la alegría a los tristes como primera manifestación de su gracia[10]. Devolver la alegría es devolver las ganas de vivir a los excluidos, a los que son considerados “sobrantes”. Es pavoroso lo que se escucha en ciertos círculos: “Para que el sistema económico funcione, es preciso que haya un sector de marginados”. ¡Naturalmente, quienes dicen esto son los “integrados”! Y en nuestro país, ya sabemos quiénes son los que sobran: buena parte de los jóvenes y de las mujeres, los jubilados, los docentes ... Así, pues, los “tristes” tienen un nombre: los pobres, los excluidos, los sufrientes, los injustamente perseguidos ... Es para liberarlos que el Padre unge a Cristo con su Espíritu: “El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19; cfr.
Is 61,1-2).
La liberación sacramental del corazón (pecado individual) tiene como correlación intrínseca y necesaria la liberación sacramental del “pecado del mundo” o “pecado estructural”; es una liberación integral. Acá podríamos relacionar los sacramentos con el tema de la paciencia de Dios, en el sentido de que son invitaciones del Padre para la conversión del corazón y de las estructuras perversas del mundo, porque él no se ha retractado de sus promesas: “El Señor no tarda en cumplir lo prometido, como algunos se imaginan, sino que tiene paciencia con ustedes porque no quiere que nadie perezca, sino
que todos se con-viertan” (2Pe 3,9).
En los sacramentos empieza a despuntar la justicia largamente
esperada, obrada por el “Sol de justicia”, Jesucristo, para cumplir
el designio del Padre[11].
Cuando los pobres y los excluidos participan de ellos, toman conciencia
de que son “alguien” para el Padre, que los invita gratuitamente al
banquete de su Reino, reintegrándoles la dignidad que les ha sido
usurpada violentamente. Como decía Bartolomé de Las Casas: “Del más
chiquito y olvidado tiene Dios la memoria muy reciente y muy viva”[12].
Los sacramentos de la Iglesia son los “signos de la memoria del
Padre”; siendo mostraciones de ternura, son espacios de liberación
ante todo del temor, una de las peores formas de muerte, porque
paraliza todo intento de cambio:
“En el amor no hay lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor, porque el temor supone el castigo, y el que teme no ha
llegado a la plenitud del amor” (1Jn 4,18).
Los sacramentos manifiestan que la “muerte temprana” de tanta
gente (Las Casas) no es voluntad del Padre de la vida, ni proviene de un
castigo suyo. La experiencia sacramental, al relacionar ética y
cumplimiento escatológico del proyecto del Padre, libera de toda
concepción fatalista o interesada en mantener el “status quo”.
Podemos aplicar al conjunto de los sacramentos lo que Gesteira apunta
sobre la eucaristía:
“La
dimensión ética es la única mediación posible que impide que la
eucaristía se reduzca a una participación del cuerpo (individual) de
Jesús, permitiendo que se abra y tienda a algo más profundo: a
constituir, a hacer o a ser el cuerpo (eclesial o universal) de Cristo,
es decir, a la realización de la gran eucaristía universal. Todo ello
es un dinamismo que a la vez conduce del presente hacia el futuro
escatológico. Si el sacramento careciese de ese impulso ético, de esa
tensión que va de la presencia como ausencia a la presencia en
plenitud, quedaría desvirtuado y convertido prácticamente en una pura
realidad mágica que deshumanizaría en lugar de humanizar, porque
actuaría al margen del hombre como tensión y proyección hacia el
futuro”[13].
Desde el punto de vista de la acción del Padre, diríamos que
los sacramentos no sólo tienen por objeto alabarlo por sus maravillas
(aspecto lautétrico), sino que también expresan su voluntad de
“hacerlo todo nuevo” (Ap 21,5), de que, en espera del final de los
tiempos, ya “hoy” sus hijos caminen “por el país de la vida” (Ps
136,9); justamente por este motivo, los sacramentos comunican la salvación
a los que reciben el Reino implantado en ciernes por Jesús. Naturalmente, desde esta óptica, pasa a segundo término la “eficacia
ontológica” de las acciones sacramentales (“ex opere operato”),
aunque no debe descuidarse, y se destaca la “eficacia ética”
(aspecto performativo), que es obra del Padre mismo por el Espíritu
“que renueva la faz de la tierra”, “perfeccionando la obra de
Cristo en el mundo” (Plegaria eucarística IV). Por esto, cuando
hablamos de “comprometernos por el Reino”, en modo alguno es lícito
descuidar la invocación sacramental del Espíritu del Padre (epíclesis), si no queremos caer en una interpretación prometeica
del cristianismo[14].
2. En la reflexión sacramental occidental, destacamos
especialmente la acción de Cristo en los sacramentos, porque son
actualizaciones eficaces del Misterio Pascual. Ahora bien, todas las
oraciones de la liturgia se dirigen al Padre[15],
por el Hijo, en el Espíritu, puesto que el Padre es la fuente y el
origen de toda bendición (cfr. Sant 1,17). Lo revela el título de
“Padre de las misericordias” (2Cor 1,3)[16].
La muestra más clara es la doxología conclusiva de la plegaria eucarística:
“Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”.
La constitución sobre la liturgia del concilio Vaticano II dice
de la liturgia cristiana:
“En
esta obra tan grande por la que Dios [= el Padre] es perfectamente
glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia a su amantísima
esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y
por él tributa culto al Padre eterno” (SC 7).
Los Padres de la Iglesia plasmaron esta idea en el siguiente
axioma:
“Todo
don viene del Padre,
por el Hijo y Señor Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, y en
el mismo Espíritu, por Jesucristo, retorna
de nuevo al Padre”[17].
En el interior de la Trinidad, el Padre envía al Hijo y al Espíritu,
a quienes Ireneo de Lyon llama, por esta causa, “las dos manos del
Padre”[18].
De todas formas, en virtud de la solidaridad, de la comunicación y de
la idéntica dignidad entre las tres Personas de la Trinidad, donde está
presente y actúa el Padre, están presentes y actúan el Hijo y el Espíritu,
cada uno según su misión propia. La misión distintiva del Padre es el
alumbramiento y la iniciativa de la Vida en todas sus formas, física y
espiritual, cuya plasmación histórica es el proyecto del Reino (Padre
creador y providente). Cuando afirmamos que Cristo es “reflejo de la
gloria del Padre” (Hb 1,3), expresamos que es sacramento de la Vida
del Padre; igualmente cuando confesamos que el Espíritu es “dador de
Vida”[19].
Bajo esta luz, adquieren una nueva hondura y un mayor dinamismo estas
afirmaciones cristológicas de la Escritura:
“Cristo
es imagen de Dios invisible” (Col 1,15). “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9b).
De hecho, en la Biblia, incluso en el Antiguo Testamento, son
numerosas las alusiones al “Dios vivo” o al “Dios de Vida” (cfr.
1Sm 17,26; 2Re 19,16). A partir de la experiencia del Dios de Vida, los sacramentos se
revelan como mostraciones simbólicas eficaces de la Vida del Padre a la
humanidad sometida al “dominio de la muerte” (Plegaria eucarística
IV), una muerte también en todas sus formas, física y espiritual. Los
sacramentos manifiestan, bajo el velo de los signos, la sabiduría o
plan oculto del Padre para la humanidad (Reino de Dios):
“Enseñamos
una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios
antes de los siglos para nuestra gloria, que no conoció ninguno de los
príncipes de este mundo; pues si la hubieran conocido, nunca hubieran
crucificado al Señor de la gloria. Pero, según está escrito: «Ni el
ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha
preparado para los que le aman». Pero a nosotros nos lo ha revelado por
su Espíritu” (1Cor 2,7-10a).
“¡Gloria
a Dios que tiene el poder de afianzarlos, según la buena noticia que yo
anuncio, proclamando a Jesucristo, y revelando un misterio que fue
guardado en secreto desde la eternidad y que ahora se ha manifestado!
Este es el misterio que, por medio de los escritos proféticos y según
el designio del Dios eterno, fue dado a conocer a todas las naciones
para llevarlas a la obediencia de la fe” (Rm 16,25-26).
Precisamente, el plan salvador del Padre (economía)
implica la incorporación a Cristo por el bautismo (cfr. Rm 6,3-4.8.11)
y la unión de los creyentes entre sí por la eucaristía (cfr. 1Cor
10-11). Ahora bien, este don paterno tiene como contrapartida la protesta
del Padre porque se ha desperdiciado y violentado este mismo don de
Vida; es la dimensión profética de los sacramentos, especialmente
importante en América latina. Importa mucho destacar que la
autorrevelación sacramental del Padre es dialogal, ya que el don divino
requiere una respuesta humana coherente: así como a la Palabra del
Padre respondemos con nuestra confesión de fe adorante y dialogando con
él sobre nuestra existencia[20],
también a la Vida del Padre respondemos vivificando a los hermanos[21].
3. La experiencia vital del Dios Trinidad hunde sus raíces en lo
más profundo de la condición humana. En este sentido, todos tenemos
experiencia, positiva o negativa, de un padre, el que nos engendró a la
vida física. Llamamos “Padre” a Dios porque nos engendra a la vida
definitiva, la vida eterna, la que tienen en herencia los hijos de Dios
(cfr. Rm 8,17). Así como nosotros precisamos que nuestro papá de la
tierra nos acaricie, nos bese, nos mime y nos hable, demostrándonos cuánto
le importamos, nuestro Papá Dios (Tata Dios, como decimos popularmente) hace lo mismo[22]:
“Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma” (Ps 139,5);
“¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no lo olvidaré [a Israel]” (Is
49,15);
“Respóndeme, Señor, por tu bondad y tu amor, por tu gran ternura vuélvete a mí” (Ps 68,17)
“Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí, ofrecían incienso a los Baales y quemaban incienso a los ídolos. ¡Y yo que había enseñado a caminar a Efraím, lo tomaba por
sus brazos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con
lazos humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una
criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer”
(Os 11,1-4).
En esta mostración de cariño hacia la humanidad, Dios-Padre
adquiere a veces rasgos de Dios-Madre. Sin embargo, no alcanza con descubrir a Dios Padre como cariñoso
y protector. Particularmente en América latina, un continente cruzado
por la injusticia y la violencia de los poderosos, es preciso
experimentarlo también como el único liberador de su pueblo sufriente
y oprimido[23]. Dios es un Padre que defiende a sus hijos de la
muerte; es la experiencia de Israel, plasmada en el libro de Exodo (cfr.
Ex 3,14ss.), y que da sentido a toda su historia. Es la dimensión
“política” de los sacramentos:
“El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan” (Ps 145,14).
“El Señor mantiene su fidelidad para siempre, hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y endereza a los que están encorvados. El Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a
la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los
malvados” (Ps 146,7-8).
“El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados” (Ps 147,3.6).
“Tú, Señor, escuchas los deseos de los pobres, los reconfortas y les prestas atención. Tú haces justicia al huérfano y al oprimido: ¡que el hombre hecho de tierra no infunda más temor!” (Ps
9,17-18).
Por eso, cantamos:
“Tú eres mi refugio: me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación” (Ps 32,7).
4. En la historia de la salvación, el gran gesto sacramental de
la ternura libera-dora del Padre hacia la humanidad herida es la cruz de
Jesús; es el signo máximo de que “no abandona la obra de sus
manos” (Ps 137,8), a nosotros, creados a imagen y semejanza de él
(cfr. Gn 1,26-27). Los sacramentos de la Iglesia, “memoria de la Pasión
de Cristo” (Justino), son los gestos que nos alcanzan, mientras
peregrinamos por este mundo, la misericordia tierna y liberadora del
Padre; son “signos de la Presencia para el Camino” (Maldonado). Por
eso, en todos los sacramentos hacemos el signo de la cruz. La cruz es el
nuevo árbol de la vida que el Padre hace brotar en el jardín de la
humanidad (cfr. Gn 2,9c; Ap 21,14.19) por medio de los sacramentos
pascuales. Así lo cantamos en la liturgia del Viernes Santo: “Éste
es el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del
mundo”. Nuestro pueblo latinoamericano, un “pueblo crucificado” (Ellacuría),
hace en los sacramentos la experiencia del Padre que, en Jesús, nunca
lo abandona y que se juega por él implantando su Reino en el corazón
de la historia, “el reino de la verdad y la vida, el reino de la
santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”[24].
II.
La acción del Padre en cada sacramento
1. El
bautismo y la confirmación
América latina es un continente en que cristianos -bautizados-
dan muerte, oprimen o persiguen -es decir, crucifican- a otros
cristianos. Dan fe de ello la multitud de los torturados y
desaparecidos, las viudas y los huérfanos, los desplazados y los
des-ocupados. El Documento de Puebla elabora una larga lista de
“rostros muy concretos en los que deberíamos conocer los rasgos
sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela “(DP
31-40). Toda esta realidad de muerte y de dolor, evidencia que, en el
“continente de la esperanza” (Juan Pablo II), se está quebrando
violentamente la imagen de Dios de muchas personas. Todos los hombres, bautizados o no, son hijos del Padre e imagen
de él. El bautismo es el reconocimiento explícito -sacramental-, por
parte de Dios, de nuestra condición de hijos. Así como un papá
reconoce a un bebé como hijo suyo cuando sale del vientre de su madre,
de la misma manera, el día de nuestro bautismo, el Padre dice de cada
uno de nosotros, cuando salimos del vientre maternal de la Iglesia: “Éste
es mi hijo predilecto” (Mt 3,17b). La primera carta de Juan lo expresa
con emoción apenas contenida:
“¡Miren
cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y
nosotros lo somos realmente” (1Jn 3,1a).
La iniciativa absoluta es de Él, todo es puro don; “todo es
gracia” (S. Agustín). Por este motivo, -aunque indudablemente el
bautismo de adultos es el ideal, por el proceso de personalización de
la fe-, la Iglesia siempre ha bautizado niños. La Iglesia oriental
incluso administra el bautismo, la confirmación y la primera eucaristía
a los recién nacidos en una misma celebración, indicando
elocuentemente la primacía de la acción del Padre, con el Hijo y el
Espíritu. Como acontece también con un hijo no reconocido por su padre, a
quien busca hasta encontrarlo, igualmente nosotros buscamos satisfacer
el deseo de Dios que está en lo más hondo de nuestro corazón. San
Agustín expresa así este anhelo: “Nos has creado para ti, y nuestro
corazón no descansa hasta que no descansa en ti “ (Confesiones,
lib. I, cap. 1, n. 1). El Padre nos espera, desde siempre, para que
seamos hijos suyos en Cristo (cfr. Ef 1,5) y, cuando llegamos para
reposar sobre su corazón, nos hace entrar en su familia, que es la
Iglesia[25].
De ahí el mandamiento de Cristo de bautizar a todos los pueblos (cfr.
Mt 28,19): no es para evitar que se condenen; es para que hallen a Aquel
a quien, sin saberlo, buscaban. En nuestro contexto latinoamericano, el bautismo es un gesto de
protesta del Padre por sus hijos ultrajados o crucificados. El Padre
eleva esta protesta no sólo por el mar de dolor provocado en tantos
hermanos, sino también por la soberbia humana, porque nadie puede
pretender arrancar a otro la filiación divina explicitada por la gracia
bautismal, porque el bautismo es el signo de la alianza definitiva del
Padre con su pueblo. En el corazón encogido, de miedo y dolor, de un
torturado o perseguido, de un hambriento o angustiado está
indeleblemente impreso el sello del Padre. Ni siquiera los que, por
odio, causan tanto sufrimiento dejan de ser hijos del Padre; como a Caín,
nadie debe atreverse a matarlos: llevan la marca del Padre en la frente
(cfr. Gn 4,14-15). Los signos del bautismo son las señales de la ternura y de la
cercanía de Dios hacia su pueblo:
- la imposición del
nombre: el Padre ha modelado cada uno de nuestros corazones (Ps
32,15), porque a cada uno nos ama con el amor exclusivo de un padre.
Cuando, al llegar nuestra “hora”, pasemos de este mundo a él, en
nuestra pascua personal (cfr. Jn 13,1), nos llamará a su lado con este
mismo nombre, que está escrito en el Libro de la Vida (cfr. Ps 69,29);
entonces, nos pondrá su propio Nombre en la frente y con-templaremos su
rostro (cfr. Ap 22,4). - la signación: la única
salvación brota de la cruz, el gran signo del compromiso del Padre que,
por amor a la humanidad herida, entrega a su propio Hijo a la muerte
para que nosotros tengamos vida. La muerte de Cristo es la consumación,
por parte del Padre, del sacrificio de Abraham, que estuvo a punto de
sacrificar a su único hijo, Isaac, por obediencia al Señor (cfr. Gn
22,1-14). - la unción con el óleo
de los catecúmenos: la fuerza para luchar contra el mal, concretado
en la injusticia, que provoca muertes antes de tiempo. - la imposición de manos,
que nos recuerda la expresión bíblica “con brazo extendido” (Dt
26,8), es el gesto del padre que apoya protectoramente la mano, con cariño,
sobre la cabeza del hijo temeroso ante la presencia del mal y de la
muerte. - las letanías: el
Padre nos da la compañía de los que, en virtud de la sangre del
Cordero (cfr. Ap 7,9-14), han vencido al mundo siguiendo a Cristo por la
fuerza del Espíritu del Padre. - el agua, que nos
recuerda las aguas liberadoras del Jordán, porque a través de ellas
Israel consiguió la libertad, es también el agua con que el Padre
sacia la sed de su pueblo sediento por el duro sol de la vida[26].
“Saciar la sed” significa devolver el sentido de la vida y la
dignidad hollada, como hizo Jesús con la samaritana (cfr. Jn 4,1-30). - la unción con el crisma:
el Padre modela en nosotros la imagen de su Hijo para que demos
testimonio de él y así podamos participar de su Reino. - la imposición de la
vestidura blanca: el Padre nos recrea y, poniéndonos las vestiduras
del hombre nuevo (cfr. Col 3,9), nos promete la vida eterna, la que
nadie nos puede arrebatar. - la entrega de la luz:
el Padre guía a su nuevo pueblo por la noche de la vida como hizo antaño
con Israel en el desierto. Pero ahora la columna de fuego es una
persona: su propio Hijo. Cuando el padrino acerca la vela prendida al
nuevo bautizado, la llama prende en él la imagen de Cristo Jesús para
que sea, como Él, la luz del Padre para los hermanos. El bautizado es
“hijo de la Luz” (cfr. Ef 5,8). La confirmación es el cumplimiento de la promesa de Cristo:
“Pidan
y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Si
ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más
el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo
pidan!” (Lc 11,9.11).
El Espíritu que brotó del costado abierto de Cristo sobre la
cruz (cfr. Jn 19,36) es el Espíritu del Padre que da fuerza y esperanza
a su pueblo crucificado. Y porque el Padre es “amigo de la vida” (Sb
11,26), su Espíritu es “dador de Vida”, la vida misma del Padre,
haciendo brotar vida en nuestro pueblo, tendido al borde del camino,
medio muerto (cfr. Lc 9,30): la solidaridad con los que sufren inundaciones, hambre, atentados y
toda clase de desgracias; el coraje
de las madres para cuidar a sus hijos cuando aparentemente no hay
futuro, o para protestar, pidiendo sus cuerpos, cuando están
desaparecidos. También el valor de la gente para pedir justicia ante
tanta impunidad; la fuerza de
los padres para seguir trabajando duramente, para proveer el sustento a
sus criaturas; la secreta
esperanza de tantos en que un día la justicia se impondrá sobre la
parcialidad y la venalidad ... No en vano el Espíritu es llamado
“Padre de los pobres” (himno Veni Creator). En
virtud de este Espíritu paterno, nuestro pueblo pobre y sus amigos han
sido capaces de soportar, pacientemente, persecución, torturas, vejámenes
y muerte sin renegar de Dios ni desertar de una Iglesia que no siempre
ha sabido acompañarlos, o que ha callado, convirtiéndose en cómplice
de la injusticia. Cuando el Padre envía el Espíritu que renueva la faz de la
tierra, colma las ocultas esperanzas de toda la humanidad con estos
brotes nuevos de vida, no siempre perceptibles claramente, pero que son
el telón de fondo de la nueva humanidad, la que, al final de los
tiempos, será entregada por Cristo al Padre, transformada por el Espíritu. Este mismo Espíritu del Padre es la Sabiduría que conduce al
pueblo de Dios a la verdad completa: que el Reino es para los pobres,
porque el Padre no abandona su pueblo, y que cada golpeado, maltratado y
muerto es imagen del Hijo único del Padre, Jesucristo.
2. La eucaristía
La experiencia de filiación divina y de fraternidad del bautismo
culmina en la eucaristía, donde el Padre reconstruye a su familia
reuniendo a sus hijos dispersos[27].
De esta manera, al juntarse, los hijos saborean una fraternidad que les
descubre la existencia de un Padre común, que a nadie excluye de su
mesa si acude a su llamado (cfr. Mt 22,1-14: la parábola del rey que
invita a un banquete)[28].
Ambas experiencias son posibles por la acción del Espíritu del Padre
sobre los asistentes, vinculada a la que realizó ya en el bautismo y la
confirmación. Ahora bien, hay que advertir que la eucaristía es señal
de la unidad no consumada aún, porque los participantes están toda-vía
bajo el dominio del pecado, es decir, en este caso, de la disensión y
la desunión: del no-amar[29]. En consideración a esta íntima relación entre bautismo y
eucaristía, es pastoral-mente muy significativo bautizar,
ocasionalmente, en la eucaristía: El Padre que nos ha reconocido como
hijos suyos y nos ha ungido con su Espíritu, nos promete sentarnos un día
a su mesa familiar como máxima expresión de su benevolencia (primera
eucaristía). En efecto, la eucaristía es el sacramento con el que el Padre
alimenta a sus hijos con “el pan de cada día” (Padrenuestro), como
hizo con Elías y Jesús cuando estaban en el desierto (cfr. 1Re 19,7;
Mc 1,13). El pan eucarístico es la prenda del gran banquete del Reino
que tiene preparado el Padre para toda la humanidad al final de los
tiempos:
“El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejos, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados” (Is 25,6).
En esta dinámica de “realidad” [eucaristía:
el “ya” de la historia] y de esperanza [banquete
celestial: “el todavía no” de la historia], el Padre actúa de
Dios oculto que nunca termina de mostrarse plenamente. Esta tensión,
que sólo se resolverá en la escatología, alimenta el “hambre de
Dios” de los participantes en la celebración y es un aspecto de la
metodología lúdica con que el Padre dialoga y trata con el hombre como
con un amigo (cfr. Ex 33,12-13). Mientras tanto, el Padre, escondido
detrás de las vueltas de la vida, en cada eucaristía de la Iglesia
peregrinante, descorre el velo que oculta su rostro, mostrándose un
poco más, y restaura nuestras fuerzas, agotadas de buscarlo, hasta que
un día nos haga entrar definitivamente en su descanso (cfr. Ex 33,14).
Entonces, la creación entera se consumará, libre de toda corrupción,
en la gran eucaristía celeste, y allí veremos el rostro del Padre cara
a cara:
“Padre de bondad, que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino, con María, la Virgen Madre de Dios, con los apóstoles y los santos; y allí, junto con toda la creación, libre ya del pecado y de la muerte, te glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes” (Plegaria eucarística
IV).
Este “juego” de mostración y ocultamiento del Padre no tiene
por objeto burlarse de nosotros. Es para que despleguemos nuestra
libertad, realizando nuestra imagen divina; cada eucaristía es una
invitación del Padre para que, “libres de temor, arrancados de las
manos de nuestros enemigos, lo sirvamos en santidad y justicia bajo su
mirada, durante toda nuestra vida” (Lc 1,74-75). La generosidad del Padre con sus hijos llega a su cumbre en el
convite eucarístico, porque en éste nos brinda lo que es más propio
de sí, a su Hijo[30],
cuya entrega sacramental es preparada, en cierta manera, por la ofrenda
de la creación al hombre, a fin de que sea su espacio vital. En este
sentido, la plegaria eucarística es el relato del Dios providente;
significativamente, muchas de ellas mencionan la creación (cfr. la plegaria
eucarística IV), porque ya el libro del Génesis cuenta que el Padre
hizo brotar de la tierra árboles para que el hombre se alimentara[31]:
“El
Señor Dios plantó un jardín en Edén, y puso allí al hombre que había
creado. Y el Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles
que eran atrayentes para la vista y apetitosos para comer” (Gn
1,8-9a).
En el libro del
Éxodo, esta tierra fértil, que “mana leche y
miel” (Ex 3,17c), es destinada a ser la patria del pueblo elegido, que
vive en Egipto, una tierra extraña y opresora. Por eso, en la
presentación de ofrendas de la eucaristía se habla del pan y del vino
recibidos de la generosidad del Padre, y en la plegaria eucarística
primera se mencionan “los bienes que tú mismo nos has dado”. El Ps
126 expresa con gran claridad la providencia “eucarística” de
Dios:
“Es inútil que ustedes madruguen; es inútil que velen hasta muy tarde y se desvivan para ganar el pan. ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!”.
Jesús insiste en lo mismo:
“Tampoco
tienen ustedes que preocuparse por lo que van a comer o a beber, porque
son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre sabe bien
que las necesitan” (Lc 12,29-30).
Desde esta perspectiva, que el Padre es “providente”
significa que se implica en nuestras necesidades[32],
puesto que el pan y los frutos de la tierra, por el hecho de provenir de
él, son para todos. Por este motivo, Pablo, en 1Cor 11,17-22, afirma
que, los que no comparten el pan en el banquete previo a la eucaristía,
no comen la cena del Señor. Así como Dios Padre, al principio, amasó
el barro para modelar al hombre[33],
también ahora, en virtud de su providencia,
“amasa” el pan que alimenta a su pueblo hambriento. En mi
barrio hay una señora salteña, doña Olga, que sabe amasar pan o
empanadas para vender. A menudo, también lo comparte generosamente con
quienes son aún más pobres que ella. Cuando doña Olga hace pan o
empanadas para repartir gratuitamente, realiza el mismo gesto creador y
providente que el Padre Dios. De ahí la relación intrínseca entre
eucaristía, justicia y solidaridad[34]. Cuentan que san Francisco Solano (ss. XVI-XVII), el evangelizador
de parte de Perú, Bolivia y Argentina, fue invitado a almorzar por un
rico estanciero español. Cuando le pidieron que bendijera la mesa
ricamente preparada, tomó un pan, lo estrujó entre sus manos, y del
pan brotó sangre. “Este pan -dijo él- está amasado con la sangre de
los indios. Yo no puedo bendecir ni comer esta comida, fruto de la
opresión de los indígenas”. Y salió de la casa[35]. Justamente, cuando Jesús vuelva como juez del
tribunal del Padre, mirará si dimos de comer a los hambrientos (cfr. Mt
25,35a). Por esta causa, la eucaristía es una protesta del Padre contra la apropiación de la creación y de sus bienes por unos pocos, causando la muerte de muchos. En contraste con la eucaristía, mediante la cual el Padre sigue creando -dando vida-, los que arrebatan el pan de los pobres hacen una obra de “des-creación”, sembrando la muerte. En
esta dinámica de “dar vida” o “dar muerte”, la eucaristía,
siendo “memoria de Cristo”, es también “memoria del Padre” que
lo envió, ungiéndolo con el Espíritu, y lo entregó a la muerte para
darnos vida, “y vida en abundancia” (Jn 10,10), como pasa cuando
comemos su carne, que es el “Pan de Vida” (Jn 6,34). En este contexto, cobra toda su significación profética y escatológica la recitación comunitaria del Padrenuestro, justamente antes de participar juntos del “Pan de Vida”: La Iglesia, reunida para el memorial de la Pascua de Cristo, suplica al Padre que apure la llegada del Reino y que, mientras tanto, los frutos del Reino se anticipen en disfrute del pan cotidiano y del pan espiritual[36]. Esta interpelación de la Iglesia al Padre, aun hecha con hambre de verdad en el estómago, es una súplica confiada y esperanzada; así rezan serenamente los pobres a quien les dio el ser, porque saben que no les fallará. Doña Olga, la salteña de las empanadas y del pan casero, lo dice siempre: “Gracias a Dios, nunca me falta nada. Siempre tengo un poco de yerba y unos fideítos”. En síntesis, la Palabra creadora del Padre, transida por el Espíritu,
ha resonado proféticamente en las lecturas bíblicas y se ha realizado
en la gran plegaria eucarística, transformando el pan y el vino en
cuerpo y sangre de Cristo resucitado para nuestra vida, y a los que
participamos, transfigurándonos en Él. En la eucaristía, el Padre
actúa, por medio de los símbolos, como en los momentos claves
de la historia de la salvación -creación primera, encarnación y
resurrección-, y anticipa la transformación del universo entero y de
la humanidad al final de los tiempos. La eucaristía es el resumen
sacramental de la acción del Padre, por el Hijo y el Espíritu, en el
conjunto de la historia: la transformación de la humanidad y el cosmos
en su Reino por pura misericordia. Desde esta perspectiva, la comunión
sacramental es el espacio máximo de comunión existencial con el Padre
porque el Espíritu que transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre
del Resucitado, es el que nos hace exclamar “Abba, Padre” (Rm 8,15),
y porque, por la participación en la Pascua sacramental de Cristo, el
Espíritu nos convierte en “imágenes vivas” de su Hijo (Rm 8,29). Y
nosotros nos ofrecemos al Padre como una “víctima santa y
agradable” (Rm 12,1).
3. Penitencia
En este sacramento, la Iglesia le recuerda al Padre la promesa
que hizo a Noé de no volver a castigar a la humanidad con otro diluvio
(cfr. Gn 8,21), es decir, de no entregarla más a la muerte. La
comunidad cumple este ministerio de intercesión
a través de Jesucristo, su Cabeza, porque sabe que el Padre
escucha siempre la súplica de su Hijo sobre la cruz: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), y que le ha confiado todos
los hombres porque no quiere que ninguno de ellos se pierda (cfr. Jn
6,39). En efecto, “Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,17). La imposición
de manos sobre la cabeza del penitente es el símbolo de la misericordia
del Padre hacia la humanidad pecadora, a la que vuelve a dar su Espíritu
para que, en Cristo[37],
recobre la Vida. En las liturgias orientales, las fórmulas deprecativas
de absolución expresan con más claridad que en el rito romano la
iniciativa perdonadora del Padre:
Dios, que por medio de
Natán, hizo reconocer a David sus propios pecados para confesarlos, que aceptó a Pedro, triste por negar al Señor, a la prostituta llorosa a los pies de Jesús, y al publicano y al hijo pródigo. Que Él mismo te perdone en este mundo y en el venidero, por medio de mí, pecador, y te haga salir sin condena de su terrible tribunal. Que Él sea bendito por los siglos[38].
El pecado afecta profundamente al Padre, que “ama a los que le
temen y esperan en su misericordia” (Ps 147,11), porque es rechazar su
Reino y servirlo. En consecuencia, el pecado es “muerte
espiritual”, ya que quebranta la amistad con Dios, y en nuestro
continente, a menudo es causa de “muerte física”, porque el pecado
personal y estructural conllevan la aniquilación de mucha gente. En
palabras de Mons. Romero:
“La
consecuencia del pecado es desnutrición, hambre, mortalidad infantil,
analfabetismo, desempleo, vivienda inhumana, regímenes de terror,
violación de derechos humanos, machismo, agresión a razas y culturas,
corta esperanza de vida, en una palabra, muerte”[39].
Pero justamente
porque el Padre se siente afectado por el pecado, lo perdona. El AT
expresa el dolor de Dios por el pecado con imágenes como los celos, la
ira y el enojo, la amenaza de castigo, y las exhortaciones a respetar la
alianza. El NT lo manifiesta en el envío del Hijo. No obstante, el
Padre siempre respecta nuestra libertad: nos da la opción de irnos y de
volver (cfr. Jos 24,15; Lc 14,15-24; 15,12). En la penitencia, Dios se nos revela como aquel Padre que se
acerca a nosotros cuando nos alejamos de él (cfr. Plegaria eucarística
IV) y como el que está en vigilante espera, aguardando nuestro retorno
(cfr. Lc 15,20b). Son dos nuevas señales de su paciencia y también de
su confianza en la humanidad, porque el Padre cree que el hombre tiene
remedio; por eso, vale la pena perdonarlo. El profeta Oseas describe el
“proceso interior” del Padre ante el pecado como la lucha entre la
tentación de castigar y su misericordia, que lo caracteriza como Dios:
“Mi
pueblo está aferrado a su apostasía: se los llama desde lo alto, pero
ni uno solo se levanta. ¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? ¿Cómo voy
a entregarte, Israel? ¿Cómo voy a tratarte como a Admá o a dejarte
igual que Seboím? Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda
mi ternura: no daré libre curso al ardor de mi ira, no destruiré otra
vez a Efraím. Porque yo soy Dios, no un hombre: soy el Santo en medio
de ti, y no vendré con furor”. (Os 11,7-9).
El Padre no tiene voluntad de condenar, sino de salvar y dar
vida, como dice la fórmula de absolución del Ritual
de la penitencia:
“Dios
Padre, que no se complace en la muerte del pecador, sino en que se
convierta y se salve, que nos amó primero y mandó a su Hijo al mundo
para que el mundo se salve por medio de él, les muestre su misericordia
y les conceda su paz” (RP n. 151).
En este sentido, en este sacramento descubrimos a un Padre que
perdona en memoria de la muerte y la pasión de su Hijo, y que deja
volver a casa. Es el mensaje de la parábola del Hijo pródigo (Lc
15,11-32), que nos muestra también la metodología del juicio de Dios:
el Padre juzga abrazando, porque la misericordia es la clave de su
juicio (cfr. 1Jn 2,12-13). La raíz de esta misericordia es una actitud
muy paterna, el deseo de retener al hijo a su lado, aunque en el caso de
Dios, no es por necesidad, sino porque la pura gratuidad es parte de su
misma esencia. Entonces, la compasión del Padre por el pecador tiene
por objeto reintegrarlo a la comunión con Él y los hermanos, expresada
en la nueva admisión a la eucaristía. Nuestro pueblo latinoamericano es un pueblo pecador, no sólo
porque sus miembros cometen individualmente pecados, sino también
porque, en conjunto, muchas veces ha colaborado en el mantenimiento de
la injusticia, por miedo, interés, ignorancia, o por cualquier otra
causa. Sin embargo, es también un pueblo que se acerca a la cruz para
pedir perdón, de una forma que, en ocasiones, raya incluso en la
superstición. Este hecho de pedir perdón tan expresivamente contrasta
con el proceder de los poderosos -eclesiásticos o civiles- para los
cuales parece que está todo bien. La parábola del publicano
arrepentido y del fariseo orgulloso conserva toda su actualidad (cfr. Lc
17,9-14). ¡Para quien tiene poder, pedir perdón es un signo de
debilidad! El resultado de pedir perdón al Padre por habernos apartado de
él, no es solamente recobrar plenamente su amistad, sino también la
inmensa alegría del Padre por nuestra conversión; el Padre organiza
una fiesta, “porque es justo que haya fiesta y alegría, porque tu
hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
encontrado” (Lc 15,31). Por esto, “habrá más alegría en el cielo
por un solo pecador que se convierta, que por mil justos que no
necesitan convertirse” (Lc 15,7). La penitencia sacramental es la concreción simbólica de la
misericordia del Padre hacia los excluidos, visibilizada por las
actitudes de su Hijo; llama la atención la compasión y la
condescendencia de Jesús para con las multitudes y los pecadores, y su
dureza con los sabios y poderosos. Además, el proceso sacramental de
purificación del corazón está ligado con la penitencia de la vida,
porque este pueblo nuestro ha sido purificado y probado por la dureza
del existir, mejor dicho, del subsistir a duras penas. Esta auténtica
experiencia de éxodo, lo ha llevado a descubrir dolorosamente que lo
esencial es Dios, y que Él es el único en quien se puede confiar sin
temor. Por este motivo, este sacramento es también una protesta del
Padre contra los que cargan a los demás con un peso insoportable (cfr.
Lc 11,46). Igualmente contra todo amor fingido, porque entorpece la
reconciliación (cfr. Os 6,1-7,2; Rm 12,9-12). La penitencia existencial no hace superflua la satisfacción
sacramental; más bien la encarna en la vida y le da realismo; y la
satisfacción sacramental da intensidad y hondura a la penitencia
existencial, porque la abre a la experiencia del Dios salvador. Ahora
bien, en AL, adquiere especial relieve la restitución de lo usurpado a
los pobres como expiación por la acaparación de los bienes de la
creación, y también el pedido público y expreso de perdón por la
muerte violenta de tantos inocentes por quienes fueron responsables
-intelectuales o materiales- de ella. Sin estas condiciones, se hace difícil
la reconciliación social y eclesial, ya que la penitencia y la conversión
exigen la justicia (cfr. Mt 21,31-32), y la compasión del Padre debe
engendrar en nosotros entrañas de misericordia, a imitación de Cristo
(cfr. Flp 2,5).
4. Unción de los enfermos
Uno de las múltiples causas de sufrimiento de nuestro pueblo es
la desatención espiritual y corporal, es decir, el descuido del cuerpo
místico y carnal. De esta forma, participa también de la pasión del
Señor, completando sus sufrimientos (cfr. 2Cor 4,10; Col 1,24; Gal
6,14), y ofreciéndose al Padre como víctima viva para alabanza de su
gloria (cfr. Rm 12,1). Este sacramento nos libera del maniqueísmo y del fatalismo,
porque nos descubre que la “carne” -la corporeidad- es un espacio de
salvación, no de perdición, puesto que las manos del Padre la han
creado y también la sanan. Por tanto, quien lacera el cuerpo de un
hermano, lacera la imagen de Dios; por eso, Pablo nos invita a
glorificar al Señor en el propio cuerpo (cfr. 1Cor 6,20). En segundo
lugar, que la enfermedad no es un castigo de Dios por nuestros pecados,
sino una ocasión para mostrarnos su misericordia (cfr. Jn 9,3). En
efecto, el Padre se compadeció hasta tal punto de nuestro dolor, que
envió a su Hijo en la carne sufriente (cfr. Mt 8,17; Hb 4,15; 5.8),
para que nos cure y consuele en su nombre, con gestos y palabras,
preludio de los sacramentos y signos de la presencia del Reino. De esta
manera, nuestros sufrimientos nos unen a Cristo, imagen de la compasión
solidaria del Padre:
“Llevamos en nuestros cuerpos los sufrimientos de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2Cor 4,10).
Así, pues, el óleo de los enfermos, que es el “óleo de la
alegría”, representa la consolación, la compañía y la fortaleza
del Padre, por el don del Espíritu, no sólo hacia un enfermo, sino
hacia todo un pueblo arrojado al borde del camino, golpeado y
mal-tratado. Es la reproducción histórica sacramental de la parábola
del buen samaritano (cfr. Lc 10,29-37). La imposición de manos expresa
también este acompañamiento silencioso del Padre en el dolor de sus
hijos y del pueblo, que prorrumpe en acción de gracias en la oración
sobre el óleo:
“Bendito seas, Dios, Padre todopoderoso que por nosotros y por nuestra salvación nos enviaste a tu Hijo al mundo”.
Nuestra respuesta a la solidaridad del Padre es ponernos en sus
brazos, para que se cumpla su voluntad y no la nuestra (cfr. Lc 22,42),
confiando en que él dispone todo en bien de los que ama (cfr. Rm 8,28). Por otra parte, mediante la unción, el Padre restaura nuestra
armonía perdida, porque sana el alma y fortalece el cuerpo, en virtud
de la íntima e indisoluble unidad que existe entre ambos; es una
“sanación integral” ligada a la “liberación integral” del
hombre. La unción de los enfermos significa también la protesta del
Padre porque los cuerpos de sus hijos son desatendidos y abandonados, en
una sociedad narcisista donde algunos hasta pueden hacerse la cirugía
plástica, mientras que los sueldos de los pobres no alcanzan ni para
analgésicos. En este sentido, este sacramento es un signo de
solidaridad de la Iglesia hacia los enfermos, siguiendo la recomendación
de Ignacio de Antioquía: “Soporten las enfermedades de todos”.
5. Matrimonio y orden
Los sacramentos del matrimonio y del orden están destinados a implantar, en las entrañas de la Iglesia y del mundo, el proyecto de vida y de amor del Padre (Reino de Dios), mediante la transmisión física o espiritual de esta misma vida y de este mismo amor. El matrimonio nos recuerda la alianza de amor que el Padre ha
realizado con la humanidad. Por este motivo, los anillos de los esposos
se llaman justamente “alianzas”, como símbolo de mutua fidelidad,
cuya base es la fidelidad del Padre a su pueblo. Éste es el transfondo
de las diversas oraciones de bendición de los anillos[40].
Esta alianza, cuya iniciativa absoluta corresponde a Dios, supone una
vinculación de amor tan estrecha entre el Padre y su pueblo, que se
expresa simbólicamente en la relación de pareja entre un hombre y una
mujer, con todo lo que implica de enamoramiento, búsqueda, unión
corporal, engendramiento de hijos; es decir, la escala de valores del
matrimonio cristiano es un reflejo de la que rige la relación entre el
Padre y la humanidad:
“Me
casaré contigo para siempre, me casaré contigo. Aquel día escucharé -oráculo del
Señor-, escucharé el cielo, éste escuchará a la tierra. Me casaré contigo a precio de fidelidad, y conocerás al Señor”
(Os 2,21-22). El Cantar de los cantares está armado sobre esta simbología del esposo -Dios- y de la esposa -Israel-. Pablo aplica después esta simbología a la relación entre Cristo y la Iglesia (cfr. Ef 5,21-33). En el sacramento del matrimonio, el Padre renueva constantemente su alianza de amor, y su fidelidad a ella, a toda la humanidad representada por la pareja que se casa. La alteridad de los esposos (“varón y mujer los creó”: Gn
1,27c) es memoria de aquella alteridad entre el Padre y la obra de sus
manos que permite un diálogo libre y amoroso entre Creador y criatura.
Siendo una alteridad destinada a la comunión, el matrimonio es la
verificación de que la unidad del género humano es posible en la
medida que se ajuste al proyecto del Padre. En este sentido, el pecado
es la pretensión de eliminar la alteridad, dominando al Padre y a la
pareja. Justamente, el consentimiento matrimonial es el recuerdo de la
libertad que el Padre da a los esposos para aceptar su alianza. Por otra parte, el matrimonio significa que el Padre, bendiciendo
a la pareja, bendice la historia humana proponiéndole un proyecto de
futuro (crecer y multiplicarse: Gn 1,28-31), que asegura su continuidad
hasta la consumación del Reino, identificada por el Apocalipsis con las
bodas del Cordero (cfr. Ap 19,1-10). Desde esta perspectiva, el juego amoroso y la unión corporal de los esposos es el sacramento de la intimidad y la hondura de la relación del Padre con la humanidad. Precisamente, en la Biblia, el verbo “conocer” tiene un matiz de relación sexual[41]; de ahí la imagen de Dios como un esposo celoso, porque su pueblo va con otros dioses, o sea, con otros maridos (cfr. Os 2,4-15). Bajo esta simbología descubrimos que la alianza necesita una mediación carnal o sacramental que sirva de “memoria del amor”. A la luz del designio del Padre, la carnalidad alcanza en los cuerpos unidos de los esposos (“los dos llegan a ser una sola carne”: Gn 2,24b) su máxima densidad de gracia (“La carne es el gozne de la salvación”: Tertuliano), porque implica el despliegue integral de toda la capacidad de amor y ternura que el Padre ha puesto en sus corazones, y porque su resultado natural es el nacimiento de un nuevo ser que, como sus padres, es imagen y semblanza de Dios; la humanidad es la “carne del Padre”. La concepción de una nueva vida es un acto creacional en el que los padres asumen los rasgos del Padre que comunica su Vida. Entonces, la unión sexual de los esposos se entiende mucho más que como un “remedio para la concupiscencia”[42], convirtiéndose en una revelación límpida de la comunión entre el Padre y la humanidad. Siendo el amor, el respeto y la fidelidad las claves del
matrimonio, en este sacramento el Padre hace oír su protesta por la
violencia entre los esposos y por todas las formas de opresión de la
mujer: la mujer golpeada, maltratada o convertida en un objeto de
consumo representa a la humanidad atacada por las fuerzas del antireino
que quieren destruir la imagen de Dios y desbaratar el proyecto del
Padre. El matrimonio es protesta también por la banalización de la
sexualidad y de la fidelidad conyugal, cuando se olvida que el amor
precisa intimidad, delicadeza, pudor , tiempo y espacios para decantar,
igual que la relación íntima con Dios. La protesta del Padre llega a
su máximo tono ante los atentados contra la transmisión de la vida
(aborto, anticonceptivos, etc.), especialmente cuando sus víctimas son
los habitantes de los países pobres. Lo que se pretende con ello es
eliminar comensales del banquete de la vida, en lugar de repartir los
bienes de la creación. La paternidad espiritual es ejercida -aunque no exclusivamente[43]- por quienes han recibido el sacramento del
orden en cualquiera de sus grados. La doble raíz de esta paternidad es
la índole trinitaria de la ordenación (elemento objetivo) y la
experiencia de la paternidad sacramental (elemento subjetivo). Cabe acá
recordar el antiguo principio eclesiológico de que nadie puede
arrogarse el derecho de recibir la ordenación[44],
puesto que es una gracia que el Padre distribuye según su designio. Además, el Padre llama a presidir a su pueblo a los pequeños, a los débiles y a los que no saben hablar; es el caso de Moisés (cfr. Ex 4,10-17), Samuel (cfr. 1Sam 3,1-18), David (cfr. 1Sam 16,7.11-13) o Jeremías (cfr. Jr 1,6-7). Por esto, Cristo elige incluso a los más pecadores para anunciar su doctrina, sobreabundando la gracia del Padre (cfr. 1 Tim 1,12-16). De este modo, es más evidente la fuerza de su misericordia, haciéndose patente que “Dios no hace acepción de personas” (Gal 2,6), y los elegidos son capaces de tener misericordia de sus hermanos porque han soportado sus mismos dolores (cfr. Hb 5,1-4). Así, pues, quienes han sido elegidos para ejercer la paternidad
cordial sobre el pueblo de Dios, han debido tener previamente una honda
experiencia de la paternidad de Dios en el acontecimiento mismo de su
elección inmerecida. Sin ella, no podrían ser imagen del Padre entre
sus hermanos, es decir, “pastores según el corazón de Dios” (cfr.
Jr 3,15). En este sentido, me parece que se ha cristologizado
unilateralmente la figura bíblica del Buen Pastor (cfr. Ez 34,1-16). En
realidad, el Buen Pastor es, en primer lugar, el Padre y después, en
nombre y a imagen de él, Jesucristo (cfr. Jn 10,1-19). Los pastores de
la comunidad no pueden perder los rasgos originales del Padre como
Pastor, que estan relacionados con su amor providente: Dios Padre, como Creador,
da la vida y, como Pastor, la
mantiene y la defiende (Dios
Providente). El ministerio eclesial es la manifestación de la voluntad
ordenadora del Padre que, con su sabiduría providente, estructura el
universo y la Iglesia en orden a la salvación:
“Tú estableciste normas en tu Iglesia con tu palabra bienhechora. Desde el principio tú predestinaste un linaje justo de Abraham; nombraste príncipes y sacerdotes y no dejaste sin ministros tu santuario”[45].
“Asístenos, Señor; Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, autor de la dignidad humana, y dispensador de todo don y gracia; por ti progresan las criaturas y por ti se consolidan todas las cosas. Para formar el pueblo sacerdotal, tú dispones con la fuerza del Espíritu Santo en órdenes diversos a los ministros de tu Hijo Jesucristo”[46].
“Asístenos, Dios todopoderoso, de quien procede toda gracia, que estableciste los ministerios regulando sus órdenes; inmutable en ti mismo, todo lo renuevas; por Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro -palabra, fuerza y sabiduría tuya-, con providencia eterna todo lo proyectas y concedes en cada momento lo que conviene”[47].
Por esta causa, algunos Padres de la Iglesia trazan un
paralelismo entre la jerar-quía celestial y la terrenal, atribuyendo al
obispo la representación del Padre, si bien hay que insistir en que se
trata de un lenguaje analógico[48]. Los pastores
ordenan la Iglesia según la voluntad del Padre, no
según la propia, como Cristo, dando vida en abundancia y no permitiendo
que se pierda ninguno de los que les fueron confiados. La primera carta
de Pedro dibuja el perfil de la paternidad pastoral en los siguientes términos:
“Apacienten
el rebaño de Dios, que les ha sido confiado; velen por él, no forzada,
sino espontáneamente, como lo quiere Dios; no por un interés mezquino,
sino con abnega-ción; no pretendiendo dominar a los que les han sido
encomendados, sino siendo de todo corazón ejemplo para el rebaño”
(1Pe 5,2-3).
San Juan de Ávila entiende el ejercicio de
esta paternidad como un “aprender a llorar”:
“Debe,
pues, vuestra reverencia, para el oficio a que ha sido llamado, atender
mu-cho que no se amortigüe en el espíritu de hijo para con Dios, Padre
común y en el espíritu de Padre para con los que Dios le diere por
hijos [...]. Teniendo, pues, el espíritu de Hijo con Dios, con
el cual clamamus ¡Abba! (Pater), resta pedirle el espíritu de
padre para con sus hijos que hubiéramos de engendrar [...]. A llorar
aprenda quien toma oficio de padre.”[49]
En efecto, la fecundidad de los ministros como testimonios de la alianza de Dios con un pueblo pequeño y débil (cfr. Dt 7,7-8), depende de su grado de intimidad vital con este mismo pueblo, particularmente con los más indefensos y sufrientes. De esta forma, la caridad pastoral del ordenado, que da sentido pleno a su celibato, refleja la benevolencia del Padre hacia los pequeños y es la norma de su relación con el resto del Pueblo de Dios. La caridad pastoral se refleja en la delicadeza con que el ministro se dirije a los más pobres, teniendo los gestos propios de un padre: la sonrisa, el abrazo, el beso, la caricia y el llanto, especialmente con los niños y los ancianos. Junto a este acompañamiento del pueblo sufriente, a menudo en
silencio y desde la impotencia, los ministros ejercen también su
paternidad predicando la Palabra, ya que “los pequeñuelos piden pan y
no hay quien se lo parta” (Prov 4,4). Este testimonio profético, en
el que el ordenado presta su voz al Padre, se concreta, particularmente
en América latina, hablando en favor de los perseguidos y oprimidos, y
en nombre de ellos (“voz de los sin voz”). El hablar del ministro es
una mostración de ternura paternal, que llega a su culminación cuando
la palabra del ministro es acallada por la muerte martirial. Callar
significa dejar indefenso a su pueblo y renegar de la propia paternidad.
San Gregorio Magno dice de los malos pastores:
"Con
frecuencia, acontece que hay prelados poco prudentes, que no se atreven
a hablar con libertad por miedo de perder la estima de sus súbditos;
con ello, como lo dice la Verdad, no cuidan de su grey con el interés
de un verdadero pastor, sino a la manera de un mercenario, pues callar y
disimular los defectos es lo mismo que huir cuando se acerca el lobo.
Por eso el Señor reprende a estos prelados, llamándoles, por boca del
profeta: «Perros mudos, incapaces de ladrar». Y también dice de ellos
en otro lugar: «No acudieron a la brecha ni levantaron cerco en torno a
la casa de Israel, para que resistiera en la batalla, en el día del Señor».
Acudir a la brecha significa aquí oponerse a los grandes de este mundo,
hablando con entera libertad para defender a la grey; y resistir en la
batalla en el día del Señor es lo mismo que luchar por amor a la
justicia contra los malos que acechan" (Regla
pastoral, libro II, cap. 4).
En cada ordenación, el Padre protesta vivamente por los maltratos que los pas-tores infligen a su pueblo, por el uso que hacen de él en provecho propio[50], por los silencios, con que dejan abandonada a su grey, y por la pereza y la rutina en el ejercicio de la paternidad ministerial.
Conclusiones
Los sacramentos nos muestran el despliegue del proyecto del
Padre, el Reino, en la historia de la salvación -que es la única
historia existente- y nos introducen en su dinámica liberadora por la
gracia de su Espíritu derramada en nuestros corazones. En virtud de
esta gracia, recobramos nuestra conciencia filial y, al configurarnos a
Cristo, el Hijo, reconstruye nuestra imagen divina, quebrada por el
pecado. La conciencia de filiación nos hace recuperar la conciencia de
hermandad: somos familia de Dios que peregrina hacia la casa del Padre y
que saborea “hoy” la salvación bajo el velo de los misterios. Los
sacramentos son la “memoria del Padre” que no abandona la obra de
sus manos porque es un Dios “amigo de la Vida”. La revelación sacramental del Padre, por el hecho de translucir
el Reino en ciernes, es especialmente significativa y liberadora para
los pobres, los sufrientes, los oprimidos por cualquier clase de mal y
para los que son arrojados al borde del camino, porque son ellos los
destinatarios primeros del Reino. La experiencia sacramental del Padre nos impulsa a la liberación
integral de los destinatarios del Reino, pero para que no se traduzca en
una mera opción sociopolítica, supone previamente una relación asidua
con el Padre en la oración íntima, “en lo secreto” (cfr. Mt
6,5-8). La experiencia honda de plegaria personal nos abre los ojos del
corazón y los prepara para vislumbrar, en los signos sacramentales, la
presencia amorosa y liberadora del Padre en medio de la comunidad
reunida para celebrar la Pascua del Señor y renovar Pentecostés. Sin
la oración, que nos convierte en víctimas vivas, agradables al Padre
por Jesucristo, y hace de nuestra celebración un culto en espíritu y
verdad, los signos sacramentales quedan al nivel de simples recursos
pedagógicos. Finalmente, la experiencia sacramental de la paternidad de Dios
engendra una alegría que anticipa la de los redimidos al final de los
tiempos, y una esperanza y una consolación que nadie nos puede sacar. [1] Trabajo publicado en “Proyecto” 35 (Enero-abril 2000), pp. 71-101. Revista del Centro de Estudios Salesiano de Buenos Aires. [2] Entre la bibliografía publicada, destacamos el número monográfico de la revista “Phase”, La oración al Padre en la liturgia cristiana (n. 229, enero/febrero 1999), particularmente el estudio de J. M. Rovira Belloso, Dios, el Padre, en las plegarias eucarísticas, pp. 11-30; y J. Aldazábal, El Dios Padre a quien oramos en la liturgia cristiana, en “Phase” 230 (marzo-abril 1999), pp. 101-126. [3] Por este motivo, Pablo puede decir de Cristo: “Si nosotros no somos fieles, él es fiel, porque no puede renegar de sí mismo” (2Tim 2,13). Acá se aplica a Cristo una de las notas de Yahveh, la “émet”, ‘fidelidad’, inseparable de la “hésed”, ‘misericordia’, poniendo así en evidencia que “Cristo es imagen de Dios invisible” (Col 1,15). [4] La primera comunidad cristiana (cfr. Didajé, VIII/2: s. I) sustituyó la recitación, tres veces al día, del schemá o credo de Israel (cfr. Dt 6,4-9;11,13-21; Num 15,37-41), por la recitación del Padrenuestro: en la oración de la mañana, en la oración de la tarde y en la eucaristía; es la praxis eclesial todavía vigente. [5] La carta a los Hebreos hace referencia a este rito cuando dice que Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, “entró de una vez por todas en el Santuario, no por la sangre de chivos y terneros, sino por su propia sangre, obteniéndonos así una redención eterna” (Hb 9,12). [6] cfr. J. Castellanos, La oración del Señor en la liturgia cristiana, en “Phase” 229 (enero/febrero 1999), pp. 61-75. [7] Por este motivo, en el prefacio de la plegaria eucarística V/a, se alaba simultáneamente al Padre por la creación de las cosas y del hombre: “Te bendecimos y glorificamos, porque has creado todas las cosas y nos has llamado a la vida”. La PE IV sigue la misma línea: “Porque tú solo eres bueno y la fuente de la vida, hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu gloria”. Nótese la relación entre “gloria” y “vida” en la acción del Padre. [8] G. Gutiérrez, El Dios de la vida. Salamanca 1994 (2ª), pp. 27-28. Abundando en esta última idea, el prefacio de la PE V/c dice: “Te damos gracias, Padre fiel y lleno de ternura, porque tanto amaste al mundo que le has entregado a tu Hijo, para que fuera nuestro Señor y nuestro hermano”. De esta manera, se supera la concepción vindicativa del sacrificio de Cristo (San Anselmo), para recuperar la perspectiva neotesta-mentaria: Cristo muere como signo del amor incondicional del Padre por la humanidad. [9] cfr. Catecismo romano. Traducción, introducciones y notas de Pedro Martín Fernández. Madrid 1951. Citamos siempre la numeración del original latino. [10] Para santo Tomás de Aquino, la alegría es el primer efecto de la caritas, del amor de Dios; cfr. Sth II-II 28,1. [11] Al final de la PE IV, aparece claramente la relación entre la encarnación del Hijo, la liberación de los excluidos y el cumplimiento del designio del Padre. [12] B. de Las Casas, Carta al Consejo de Indias, en Obras escogidas, vol. V. Madrid 1958, p. 44. [13] M. Gesteira Garza, La eucaristía, misterio de comunión. Salamanca 1992 (2ª), p. 210. [14] Desde un punto de vista de la comunión de los santos, el canon romano explicita ejemplarmente esta realidad: “Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de tus santos apóstoles y mártires [...], y acéptanos en su compañía, no por nuestros méritos, sino por tu gran bondad”. [15] cfr. Concilio de Hipona del año 393, c. 21: “Porque, en las oraciones, nadie nombre o bien al Padre en lugar del Hijo, o bien al Hijo en el del Padre; y cuando se asiste al altar, la oración se dirija siempre al Padre” (MANSI, III, 884). [16] El nº 1080 del Catecismo de la Iglesia Católica podría servir de comentario a este texto paulino: “Desde el comienzo, Dios bendice a los seres vivos, especialmente al hombre y a la mujer. La alianza con Noé y con todos los seres animados renueva esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre por el cual la tierra queda «maldita». Pero es a partir de Abraham cuando la bendición divina penetra en la historia humana, que se encaminaba hacia la muerte, para hacerla volver a la vida, a su fuente: por la fe del «padre de los creyentes» que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación”. [17] cfr. C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia. Madrid 1959, pp. 184-233. [18] cfr. Adversus haereses IV, 20,1. [19] Por otra parte, Pablo habla del conocimiento íntimo que el Espíritu tiene del Padre, semejante al de Jesús (cfr. Mt 11,27 ): “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios [...]. Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Cor 2,10b.11c). [20] Esto revela la gran importancia de la oración. Sobre esta cuestión, afirma lúcidamente J. Ratzinger: “Lo que singulariza la imagen cristiana de Dios es que Él es Alguien que habla personalmente y con quien los hombres pueden hablar. Lo que distingue a este Dios es la revelación, es decir, la palabra y la obra, por las cuales se dirige a los hombres. La revelación va destinada a provocar una respuesta, o sea, un hablar y actuar de los hombres, por el que la revelación se transforma en un diálogo entre Creador y criatura, que lleva a los hombres a la unión con Dios”; cfr. La fiesta de la fe. Ensayo de teología litúrgica. Bilbao 1999, p. 20. [21] cfr. las intercesiones de la PE V/b: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. [22] cfr. el prefacio de la PE V/c: “Como un padre siente ternura por su hijos, así tú sientes ternura por tus fieles”. No obstante, es necesario matizar que el padre terrenal es un reflejo del Padre celestial, y no a la inversa. [23] cfr. Ps 61,2-3: “Sólo en Dios descansa mi alma,/de él me viene la salvación./Sólo él es mi Roca salvadora,/él es mi baluarte: no vacilaré”. En contraste, los ídolos: “son plata y oro,/obra de las manos de los hombres./Tienen boca, pero no hablan,/tienen ojos, pero no ven;/tienen orejas, pero no oyen, tienen nariz, pero no huelen./Tienen manos, pero no palpan,/tienen pies, pero no caminan” (Ps 113B,2-7); es decir, no tienen capacidad para salvar como Yahveh. [24] Misal romano, Prefacio de la solemnidad de Cristo Rey del universo. [25] El tema de la Iglesia como “familia de Dios” es muy clásico (cfr. LG 6d); lo recoge, por ejemplo, la PE III: “Atiende los deseos y súplicas de esta familia que has congregado en tu presencia”. En la simbología subyacente, Dios aparece como el Padre, Cristo como el Hijo y nosotros como “hijos en el hijo”, es decir como hermanos. Desde el punto de vista físico, el agua del bautismo se relaciona con el líquido que tiene la madre en su seno. Como la mamá “rompe aguas” y nace el bebé, así la Iglesia hace surgir de las aguas bautismales una “nueva criatura”. [26] La pila bautismal simboliza el seno del Padre donde se gesta la vida nueva de sus hijos en libertad. [27] cfr. Didajé , c. 9: “Como este pan estaba disperso por los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino”. El Eucologio de Serapión toma esta misma idea: “Y como este pan, disperso en otro tiempo por las montañas, fue recogido para ser uno, reúne así a tu santa Iglesia de toda raza, de todo país, de toda ciudad, de toda aldea, de toda casa, y haz de ella la Iglesia una, viva, católica”. Para el fundamento bíblico de este tema, véase, por ejemplo: Is 54,7-8; 60,4; Mt 15,24. [28] Este descubrimiento de la paternidad de Dios, porque nos revela que somos hermanos, resalta el sentido comunitario de los sacramentos, especialmente de la eucaristía. [29] Por esta causa, Pablo insiste en la preeminencia del amor (1Cor 13) y en la reprobación de las discordias (1Cor 1,10-17). [30] cfr. san Juan Crisóstomo: “Dios te invita a su mesa y te ofrece allí a su Hijo”. Homilia in nativitate, 7 (PG 49,361). [31] cfr. en la Didajé, c. 10, la continuidad/ruptura entre pan material y pan espiritual: “Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas a gloria de tu nombre y diste a los hombres en la alegría comida y bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias. Mas a nosotros nos diste comida y bebida espiritual y vida eterna por tu siervo”. [32] El Catecismo romano comenta la providencia del Padre en estos términos: “Esta doctrina [sobre los ángeles] debe suscitar en nosotros no sólo un profundo alivio y consuelo, sino sobre todo una gratitud infinita hacia la paternal providencia de Dios, nuestro Padre, que tan amorosos cuidados se toma por nosotros, sus criaturas. Y no es sólo esto. Las manifestaciones de la providencia divina hacia el hombre constituyen una gama de riquezas casi infinita. No habiendo cesado nosotros de ofenderle desde el principio del mundo hasta hoy con innumerables maldades, Él no sólo no se cansa de amarnos, mas ni siquiera de excogitar constantes y paternales cuidados en nuestro favor. La peor ofensa que puede el hombre en su locura inferir a Dios, es el dudar de su amor de Padre”; cfr. Catechismus ad parochos, pars IV, Orationis dominicae prooemium, 6b-7). [33] cfr. Gn 2,7; el Ps. 118,73 usa esta misma imagen: “Tus manos me hicieron y me formaron”. [34] Juan Pablo II, en el encuentro con los pobladores de villa El Salvador de Lima, después de escuchar el impresionante testimonio de una joven pareja sobre las acuciantes necesidades de la gente y sobre su fe en el Dios de la vida, dijo: “Hay aquí un hambre de pan. Se debe hacer todo para que no falte este pan de cada día, porque es un derecho, derecho expresado en nuestra oración, cuando rezamos el Padrenuestro, el pan nuestro de cada día dánosle hoy. Yo deseo que el hambre de Dios permanezca; que el hambre de pan se haga resolver, se encuentren los medios para dar este pan. Yo deseo que no estéis hambrientos del pan de cada día, que estéis hambrientos de Dios, más no del pan de cada día”; cfr. G. Gutiérrez, El Dios de la vida, pp. 13-14. [35] cfr. V. Codina, Sacramentos de la vida. México 1993, p. 89. [36] cfr. la bella síntesis, en relación con la plegaria eucarística, de J. Castellano, La oración del Señor en la liturgia cristiana, en “Phase” 229 (enero/febrero 1999), p. 70: “El nombre santo del Padre es bendecido en Cristo, el reino viene con la celebración del misterio, la Iglesia une su propio sí al de Cristo, para que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. Se nos da el pan supersustancial y cotidiano, se nos perdona, como expresamos también el perdón para nuestros hermanos; por eso en tiempos de san Agustín, al Padrenuestro seguía el beso de la paz; además esperamos con la fuerza del Espíritu no sucumbir en el momento de la tentación y vislumbrar realizada en Cristo la liberación final del mal”. [37] Significativamente, el Catecismo de la Iglesia Católica titula la exposición de la moral como La vida en Cristo (tercera parte). [38] Oración de absolución del rito bizantino; cfr. E. Lodi, Enchiridion euchologicum fontium liturgicorum. Roma 1979, p. 1371. [39] cfr. V. Codina, Sacramentos de la vida, p. 67. [40] “El Señor bendiga estos anillos, que os entregaréis el uno al otro como signo de amor y de fidelidad”; “Bendice, Señor, y santifica el amor de estos hijos tuyos, y que estos anillos, signo de la fidelidad que se deben, sirvan para recordarles el amor que los une”; cfr. Conferencia Episcopal Argentina, Ritual romano de los sacramentos. Barcelona 1987 (2ª), pp. 960. [41] Por ejemplo, en la respuesta de María al anuncio del ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34). [42] cfr. Catechismus ad parochos, pars II, De matrimonii sacramento, n. 14: “Una tercera razón [de la institución del matrimonio] brota de las consecuencias del pecado de los primeros padres. Perdida la justicia original, desencadenóse el conflicto entre la razón y el instinto sexual. El hombre, consciente de su fragilidad e incapaz de superar las acometidas de la carne, encuentra en el matrimonio el remedio de la concupiscencia para evitar los pecados de la sensualidad. San Pablo escribió a este propósito: «Mas para evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer, y cada una tenga su marido» (1Cor 7,2). Y más adelante, aconsejando la continencia temporal por motivos religiosos: «Y de nuevo vuelvan al mismo orden de vida, a fin de que Satanás no los tiente de incontinencia» (1Cor 7,5)”. [43] En efecto, no se puede negar que en el matrimonio se da la paternidad espiritual y que los padrinos de bautismo tienen justamente esta misión. Además, los que han ejercido la dirección espiritual han tenido clásicamente el nombre de “padres espirituales”, sin necesidad del ministerio ordenado. Es el caso, por ejemplo, de los “staretzs” rusos, muchos de ellos monjes laicos. [44] cfr. Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, de 15 de octubre de 1976, sobre la admisión a las mujeres al sacerdocio ministerial, n. VI. [45] cfr. Pontifical romano. Ordenación del obispo, de los presbíteros y de los diáconos, 2ª edición. Plegaria de ordenación del obispo, n. 47. [46] cfr. ibidem, plegaria de ordenación de los presbíteros, n. 131. [47] cfr. ibidem, plegaria de ordenación de los diáconos, n. 207. [48] cfr. Ignacio de Antioquía, Ad Mag. III, n. 2; Tertuliano, De praescriptione haereticorum, 32, nn. 1-6; Pseudo Dionisio Areopagita, De ecclesiastica hierarchia. [49] San Juan de Ávila, Carta 1ª, A un predicador [Fray Luis de Granada, op], en Obras completas del Beato Maestro Juan de Ávila. Edición crítica. Vol. I, Epistolario, escritos menores, biografía. Introducciones y notas de Luis Sala Balusc. Madrid 1952, pp. 259 y 260 [nn. 65-70 y 115]. [50] cfr. Catechismus ad parochos, pars II, De ordinis sacramento, n. 4: “Tropezamos a veces con quienes se acercan al sacerdocio con la sola idea de procurarse lo necesario para vivir, no viendo en él más que una fuente de ganancias, un campo de sórdida especulación, como pueda serlo cualquier otro oficio o profesión humana. Otros se deciden a entrar en el orden sacerdotal por la ambición y apetito de honras y honores. Por último, algunos aspiran al sacerdocio con la sola mira de riquezas, de tal manera que, si no se les confiere un beneficio pingüe, no piensan más en las sagradas órdenes. Cristo en el Evangelio llama a todos estos «mercenarios» y de ellos decía Ezequiel que se apacientan a sí mismos y no a sus rebaños”. |
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