5.0 Bibliografía Ellacuría, I., «El Pueblo crucificado» en Mysterium Liberationis, t. II, pp. 189-216; Sobrino, J., «El pueblo crucificado: Como el siervo doliente de Yahvé y como pueblo mártir» en Jesucristo liberador. Lectura histórica-teológica de Jesús de Nazaret. (JL) UCA, San Salvador 1991, pp. 423-451; id., La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, (FJ) Trotta, Madrid 1999; Mesters, C., La misión del pueblo que sufre. Paulinas, Madrid 1983; Reynés, J., «Espiritualidad de los Traspasados» en Varios, Contemplar al que traspasaron (Teología y Praxis desde el corazón). M.SS.CC., Santo Domingo 1990, pp. 199-206; id., Mons. Oscar Romero y la espiritualidad del Traspasado, MSC, Santo Domingo 1999.
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5.1 El pueblo crucificado Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, como Pere Casaldàliga y José María Vigil, son de estos españoles que han purificado nuestros pecados históricos y nos reconcilian con el Tercer Mundo. Nacidos en Europa, hace tiempo que intentaron re-nacer latinoamericanos. Comprometidos a velar y propagar el auténtico legado espiritual de mons. Romero, se les ha acusado de haberlo influido excesivamente. Ellos contestaron que los que así hablan no conocían el carácter independiente de monseñor. Mons. Romero, en su maduración personal de la espiritualidad del Corazón de Jesús, predicaba a campesinos aterrorizados tras una masacre: «Ustedes son la imagen del divino traspasado». Ellacuría afirmaba que el «pueblo crucificado» es el mayor signo de nuestro tiempo, y «a cuya luz debe discernirse e interpretarse los demás». (Pocos lo igualarán en argumentar con tanto rigor la Historicidad de la salvación; o sea, como se da la salvación en la historia única de la humanidad y como la humanidad participa activamente en la salvación. Y pocos como él darán un testimonio tan exhaustivo y coherente muriendo por lo que se cree. ) Sobrino, salvado para continuar la tarea de sus compañeros, ha dedicado los dos tomos de su cristología a desarrollar esta hipótesis del Pueblo crucificado y resucitado. Bien está hablar del «Dios crucificado» (como hace Moltmann), pero hablemos también del «pueblo crucificado» (como ya hacía Las Casas). ¿Qué significa para la Historia de la Salvación y en la Historia de la Salvación el hecho de esa realidad histórica que es la mayoría de la humanidad oprimida? «El sufrimiento precede al pensamiento», decía Feuerbach. Pero «el sufrimiento de la cruz obliga, además, al pensamiento», añade Ellacuría. Pensemos, pues, dialécticamente, como un acto de justicia con la realidad. ¿Podemos considerar a nuestra historia como historia salvada, cuando sigue llevando sobre sí los pecados del mundo? Los pobres ¿no son el fracaso de Dios? ¿Se puede denominar a esta mayoría oprimida «pueblo crucificado» y se la puede considerar como salvadora del mundo, precisamente por llevar sobre sí el pecado del mundo? Es un escándalo que el salvador muriera crucificado y un escándalo que las mayorías populares sigan crucificadas después de la muerte y resurrección de Cristo; pero ¡el mayor escándalo sería que la salvación de esta historia nos tenga que llegar por el Pueblo crucificado y despreciado! ¿Qué se entiende por «Pueblo crucificado»? «Aquella colectividad que, siendo la mayoría de la humanidad, debe su situación de crucifixión a un ordenamiento social promovido y sostenido por una minoría que ejerce su dominio en función de un conjunto de factores, los cuales, como tal conjunto y dada su concreta efectividad histórica, deben estimarse como pecado» (MS, 201). Y está bien que se le llame «crucificados/as» al nivel fáctico-real porque «cruz» significa no sólo pobreza sino muerte, y muerte es aquello que sufren de mil maneras los pueblos del tercer mundo. A nivel histórico-ético porque ser crucificado no significa sólo morir, sino ser matado por estructuras injustas/violencia institucionalizada. Como en el caso de Jesús de Nazaret, la opresión del pueblo crucificado no es necesidad natural, sino histórica: «la necesidad de que muchos sufran para que unos pocos gocen, de que mucho sean desposeídos para que unos pocos posean» (MS, 203). A nivel religioso, es la muerte que padeció Jesús y evoca lo fundamental de la fe, el pecado y la gracia, la condenación y la salvación. Hablar de «pueblos crucificados» es lenguaje útil y necesario en cristología porque ellos completan lo que le falta a la pasión de Cristo (San Pablo), son la actual presencia de Cristo crucificado en la historia (Mons. Romero), son el cuerpo de Cristo en la historia (J. Sobrino). ¿Quién continúa en la historia la salvación de Jesús? Este tipo de argumentación evita la deshistorización, la falsa espiritualización y la ideologización de la fe. En el método teológico, se relaciona la muerte de Jesús y la crucifixión del pueblo a la luz del Siervo de Yahvé. Es probablemente la más antigua de las cristologías (palestina, pre-helenística) con que los primeros cristianos se explicaron la persona y la obra de Jesús. ¿Quién es el sujeto colectivo que lleva adelante con mayor plenitud la obra redentora descrita por el Déutero-Isaías? ¿Acaso la Iglesia oficial? ¿O tal vez la Iglesia perseguida? ¿No será el pueblo crucificado? Claro que, en último término, dependerá de quien haya sido elegido por Dios para esta misión. Alguien crucificado por los pecados del mundo por cargar culpas ajenas, que tiene un alto grado de universalidad, desechado por todos... Parece que no es el Primer Mundo, tal vez el Tercero; no las clases ricas y opresoras, sino las oprimidas; no los que están al servicio de la opresión, sí al servicio de la justicia y liberación. El pueblo, la parte mejor del pueblo que, a pesar de estar estrujado, no estruja; a pesar de estar oprimido, no oprime; a pesar de experimentar la injusticia, no responde con injusticia. A pesar de todo su sufrimiento y desánimo, resiste sin dejarse contaminar por la manera de vivir de sus opresores. El pueblo que sabe perdonar. «Mirando a Cristo crucificado se reconocen mejor a sí mismos, y mirándose a sí mismos conocen mejor a Cristo crucificado» (Sobrino). Nosotros, pertenecientes a la gran familia que tiene la espiritualidad del corazón como carisma, encontramos aquí una vena particularmente rica. No podemos dejar de pasar por la soteriología histórica nuestra imagen del Cristo-amor-corazón. «Hasta que no se diga desde Jesús en qué consiste ese amor, cuáles son sus formas y sus prioridades, el amor permanece abstracto, puede incluir, pero también excluir o incluso rechazar formas fundamentales del amor de Jesús, tales como la justicia y la parcialidad amorosa a los pobres» (JL, 38). «Servir al Traspasado en los traspasados» da carne histórica a nuestra espiritualidad.
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5.2 El pueblo resucitado Sobrino dedica la segunda parte de su cristología La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas a otro obispo mártir, el guatemalteco Juan Gerardi. «Y si en el subtítulo usamos la palabra víctima (o, a veces, la expresión todavía más fuerte de pueblos crucificados) es para que, al menos en el lenguaje, recobremos la interpelación que antes expresaba el término pobre» (15). El evangelio anti-triunfalista de Mc no cuenta apariciones, sino sólo el mandato: «vayan a Galilea, y allí lo verán» (Mc 16, 7). «Sea como fuere lo ocurrido geográfica e históricamente, Galilea es el lugar de lo pobre y de lo pequeño. Y ahí, según Marcos, se dejará ver el Resucitado. Es por eso lugar teológico. Éste no es fundamentalmente un ubi categorial, sino un quid substancial, y desde él las fuentes del conocimiento teológico dan de sí una u otra cosa. Pues bien, esa Galilea es la que permite leer los textos de la resurrección de una determinada manera y es la realidad que dirige a esos textos las preguntas más atinadas. Por eso es también el lugar en que los textos dan más de sí. Dicho en forma de tesis, la cruz es el lugar teológico privilegiado para comprender la resurrección, y otros lugares lo serán en la medida en que análogamente reproduzcan la realidad de la cruz. Para nosotros Galilea es el Salvador, que bien puede servir como ejemplo de muchos otros pueblos crucificados... En esa realidad concreta, y por su propia naturaleza, surgen las preguntas importantes en torno a la resurrección; qué posibilidades hay hoy de comprender y de rehacer la experiencia de los primeros creyentes, aunque sea de forma análoga; qué posibilidad existe de vivir ya como resucitados en la historia y qué de la dimensión de triunfo, tal como aparece en la resurrección de Jesús, puede hacerse realidad en la historia; qué esperanza -y con qué realismo- tiene un pueblo crucificado de ser también un pueblo resucitado; qué hay de verdad en la fe de que Dios es un Dios de vida, de que hizo justicia a una víctima inocente resucitándola de la muerte y de que al final Dios será todo en todos... Estas preguntas por Dios y por la justicia, y otras similares, son las que surgen en el mundo de cruces, y no simplemente si hay supervivencia tras la muerte» (30-31). "La esperanza que hay que rehacer hoy no es una esperanza cualquiera, sino esperanza en el poder de Dios contra la injusticia que produce víctimas» (70). Para ello el teólogo des-anda, capítulo a capítulo, el problema histórico (lo real de la resurrección de Jesús y la posibilidad de experiencias pascuales análogas) y el problema teológico (la revelación de Dios como resucitador y la revelación de Jesús, como resucitado). Relee los títulos cristológicos desde América Latina (la mesianización que hizo la primera comunidad, la desmesianización que ha sufrido a lo largo de la historia y la re-mesianización que se impone hoy para mantener la esperanza de los pobres). Re-construye la cristología de los primeros concilios, cuando se radicalizó el mediador (Jesucristo) y se debilitó la mediación (el Reino de Dios o el principio realidad). El giro copernicano del Vaticano II (que volvió a poner el reino en el centro) y el aporte de Medellín (que situó a los pobres como lugar teológico), la corrección de la Teología de la liberación y los que ahora prescinden de los pobres... «Una Iglesia que no es pobre en tiempo de pobreza, que no es perseguida en tiempo de persecución, que no es asesinada en tiempos de asesinatos, que no se compromete en tiempo de compromiso y no anima a él en tiempo de indiferencia, que no tiene esperanza en tiempo de esperanza y no anima a ella en tiempo de desencanto, que no celebra cuando los pobres celebran y no busca consolarlos en tiempo de desconsuelo, no es una Iglesia real. Podrá decir, sutil o burdamente, que eso no es lo más específico suyo. Podrá decir, más sofisticadamente, que su prioridad está en proclamar la palabra de Dios. Pero la consecuencia es la misma: distanciamiento de la realidad, y, por ello, irrealidad» (408). Una Iglesia que se ofrece a Dios como víctima expiatoria, pero que reste insensible ante las víctimas sacrificadas en gran número en el altar de los dioses de hoy, ¿cómo podría anunciar con poder la resurrección de Jesús, el Mesías de los pobres? Sobrino ha escrito un libro muy interesante y cuestionador. Nos exige «mirar al que traspasaron» con mucha fe. Comprometernos con él a bajar a los crucificados de la cruz, y testimoniar así la resurrección en la historia.
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