1. Un mundo sin corazón.

DEMOSTRAR que en nuestra sociedad existe una alarmante carencia de corazón es tarea más fácil de lo deseable. Basta con prender el televisor para contemplar largas filas de exilados que andan a la búsqueda de una tierra donde posar los pies.  Es suficiente con salir a la calle para observar multitud de niños obligados a ganarse unos cheles sorteando carros y tratando de sobrevivir en esta jungla de asfalto que son las calles y avenidas de la ciudad.

¿Y qué cabría decir del hambre, la insalubridad y la basura que se amontona en las calles de los barrios marginados?  El actual Pontífice ha hablado de un "gigantesco desarrollo de la parábola bíblica del rico Epulón y del pobre Lázaro".

Por otra parte está el creciente índice de criminalidad. Asesinatos a sangre fría, con la finalidad de robar al precio que sea. 0 peor, a veces el objetivo apunta sencillamente, cruelmente, a matar a los niños que estorban en los umbrales de las tiendas o afean las calles comerciales. Piensen en las bandas asesinas de Brasil eliminando a los pequeños que deambulan por la calles huérfanos de hogar. Luego abandonan sus cuerpos inermes sobre la calzada.

Nada digamos de las dosis de odio, rencor, envidia e insana competencia que, día a día, se vive y se respira en lomas y ciudades. ¿No será que el Corazón del hombre está enfermo?  Ha dicho Juan Pablo II: "Parece que las necesidades de nuestros hermanos nos desbordan... Los medios materiales se encontrarían. Muchas veces falta aquel medio principal que se llama corazón humano, sensibilidad humana, aquello que constituye también el centro propulsor de la fraternidad".

En efecto, nuestra sociedad vive "descorazonada", descentrada. Se valora al prójimo por lo que tiene, por lo que hace, o por lo que puedo sacar de él.  Pero no por lo que es, por su dignidad de ser humano y su vocación de hermano. El hombre se hace más hombre cuanto más cultiva su corazón. La técnica por sí misma no mejora el corazón y, en ocasiones, lo pervierte.

Lo sintetizó de modo magistral el Concilio Vaticano II: "En realidad los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano". (GS 10).  Ya los viejos profetas clamaban a fin de que Dios cambiara los corazones de piedra por corazones de carne.

Hay que reparar el centro roto del ser humano: Es preciso seguir la brújula que nos indique dónde encontrar las aguas de la salvación. Cambiar el corazón de piedra, metalizado, por un corazón sensible y de carne es lo que pretende la espiritualidad del corazón. Para lo cual observa, desde el corazón de Cristo y de su madre María, todo el panorama de la fe.

En realidad todo creyente, todo grupo organizado, tiene su espiritualidad. Aunque no sea muy consciente de ello. Porque cada uno se sitúa en un determinado lugar de la fe y desde allí contempla el panorama. Según donde uno se ubica observa variaciones en el paisaje. La espiritualidad del corazón enfatiza los aspectos más cordiales de Dios, pone de relieve la disponibilidad de María, la del corazón traspasado. Aprecia el regalo del Espíritu surgido del costado abierto de Jesús.

Divisamos, pues, el entero panorama de la fe situados en el corazón de Cristo. La mente, las actitudes, las ideas, los compromisos, todo adquiere la tonalidad cálida y cordial típica de esta espiritualidad. La cual va mucho más allá de las meras prácticas de devoción, es decir, de una serie de lecturas, exclamaciones, cultos, imágenes, etc. En todo caso las prácticas constituyen derivaciones concretas de la espiritualidad, pero ni son lo más importante de ella ni siempre merecen elogios.  Pueden convertirse en rutina, pasar de moda o tomar formas excesivamente sentimentales, por aludir a algunos de sus peligros.

 

 

2. Un símbolo elocuente.

El corazón es el órgano fisiológico que sostiene la vida, cuyos latidos marcan la intensidad de los sentimientos que agobian o exaltan a la persona. Evoca la profundidad del ser humano. Constituye el centro simbólico de la persona -compuesta de cuerpo y espíritu- de donde surgen los sentimientos, donde se enraizan las opciones morales y se nutren las más comprometidas decisiones.

El corazón mantiene un gran significado porque está encerrado como un rico tesoro en la parte superior del ser humano. En él permanecen velados los sentimientos más íntimos. Cuando la mente se obnubila o el rostro del prójimo nos rehuye, entonces es el corazón quien ve más claro. Se ha dicho, en efecto, que lo más importante no se ve con los ojos, sino con el corazón. Es el órgano o la capacidad que mejor sintoniza con el mundo del sentimiento y de la experiencia.

La persona se mueve por el mundo básicamente con dos brújulas: la de la razón y la del corazón. Con la de la razón trata de ver claro y de poner orden a su alrededor. Con la del corazón va a la búsqueda de la ternura del prójimo, adivina lo que debe realizar en el momento preciso. Las más de las veces nos movemos por el corazón, por el sentimiento. Aunque tampoco se debe enfatizar demasiado esta división. Porque el ser humano no deja de ser una unidad. Es un corazón que razona o una razón que se mueve por corazonadas.

Con estas premisas podemos dar el salto a la persona de Jesús. También El es razón y un corazón. Es razón en cuanto Palabra de Dios, rebosante de inteligencia creadora (el vocablo "logos" significa a la vez razón y palabra). Es corazón de Dios, puesto que sus palabras y sus hechos, llenos de afecto y ternura, proceden del Dios encarnado. Ahora bien, si Jesús es la imagen visible de Dios, como nos informa S. Pablo, en cierto modo podemos decir que Dios mismo tiene razón y corazón.

En las cuestiones más íntimas y que más nos afectan no conseguimos una gran claridad de conceptos. Los intereses, el afecto, la cercanía no nos permiten ver claro. Así, por ejemplo, en la relación matrimonial o amistosa. El amor hace la vista gorda sobre algunos defectos u obstáculos. Otras veces, en cambio, aumenta sin motivo un preciso defecto si están de por medio los celos. En fin, todos sabemos de las peleas pasionales y de la rapidez con que ciertos pleitos amorosos se resuelven en uno u otro sentido.

Es inevitable. Nos movemos en un terreno resbaladizo para la razón. Aquí manda el corazón. En tales casos nos resultan de más ayuda los símbolos que evocan y convocan efectos y sentimientos que no las frías palabras o las ideas asépticas.  Algo semejante cabe decir respecto de la religión, de la fe.  De modo que el símbolo resulta de gran ayuda. ¿Ha observado el lector que gran parte del culto, de la actividad eclesial y hasta de la experiencia personal de Dios se canaliza mediante símbolos? La luz, el agua, el abrazo, la señal de la cruz, etc. etc.

Uno de estos símbolos, plenamente válido, es el del corazón. El afecto, la ternura, la confianza en Dios no es capaz de describirlos la matemática ni de definirlos el concepto. Pero sí los evoca el corazón. Además, el símbolo no sólo nos informa sino que nos sumerge en su peculiar dinamismo y despierta las más profundas energías personales en orden a la acción.

Pero no se crea que para vivir la espiritualidad del corazón se precisa mantener continuamente esta palabra en los labios. No. El corazón, en este contexto, alude, sugiere y apunta a muchas experiencias y refiere a un mundo simbólico de gran riqueza. Por ejemplo, a la herida del costado, la sangre, el agua, la cruz, el Cordero degollado, la entrega total de sí mismo, el amor trinitario, la Iglesia nacida del crucificado, el fuego, la moral de la alianza, la ternura, la compasión, etc. etc.

Todos estos elementos se combinan e insisten en la cordialidad a la hora de relacionarnos con Dios y el prójimo. Impulsan a contemplar el corazón de Cristo traspasado por la lanza. Favorecen una mirada decidida y compasiva al hermano que sufre y a quien la injusticia le clava también espinas y espadas en lo más sensible del alma.

Quizás en épocas pasadas se le pegó una capa de lastre a esta espiritualidad. Ya fuera a causa de las imágenes del corazón de Jesús carentes de gusto y estética, ya por las expresiones demasiado dulzonas que solían emplearse. También debido a un excesivo pesimismo negativista: se ponía en primer plano la melancolía, la desconfianza, el sacrificio. Y las virtudes más bien negativas e intimistas. Por lo cual parecía exhalar un tono quejumbroso.

Sin embargo, no tiene porqué ser así necesariamente. Y, en cuanto, se la limpia de la costra, la espiritualidad aparece radiante. Entre otras cosas porque estamos ante una palabra y un símbolo -el corazón- que hunde sus raíces en el terreno más hondo y primordial de la persona humana. El vocablo no puede ser sustituido por otra palabra sin que pierda mucho de su contenido y de su riqueza. Y es el que tenemos siempre a mano para indicar la más honda actitud que nos conmueve.

Ir con el corazón en la mano, tener un gran corazón, ser cordial. He aquí unas expresiones insustituibles y que designan muy bien lo que queremos decir. Hasta el lenguaje se ha conformado teniendo estos datos muy en cuenta. Decimos "re-cor-dar" quizás sin advertir que estamos hablando de "volver o regresar al corazón" (en efecto, "cor" significa corazón en latín). O pronunciamos la palabra "miseri-cor-dia" sin percibir que nos referimos a un corazón que siente compasión.

 

 

3. Las entrañas maternas de Dios.

Innumerables son las veces que el Antiguo Testamento nos habla del corazón de Dios, o sus equivalentes (entrañas, afectos). La experiencia del viejo pueblo de Israel atribuyó al Dios invisible y espiritual un corazón como el de una persona humana. Dios era comparable a una persona con inteligencia y afectividad. El corazón mostró ser un símbolo muy apropiado para expresar este afecto. Como la Sabiduría y el Logos indicaban adecuadamente a Dios en cuanto inteligencia creadora.

Atribuir un corazón a Dios fue fruto de la experiencia continua y generalizada del pueblo.  Este estaba convencido y empapado de la cercanía de Dios.  "El Señor es compasivo y favorable, es lento para enojarse y generoso en perdonar". Así describía Israel a su Señor. El pueblo se dirigía al Dios fiel, clemente y misericordioso. Como un Padre, Dios se muestra solícito por sus hijos. Como una Madre, se relaciona tiernamente con ellos. Como un Esposo, ama apasionadamente a su esposa (el pueblo).

Es el Dios de Jesucristo que espera al hijo pródigo y carga sobre los hombros a la oveja descarriada. Nuestro Dios es cordial, o sea, lleva el corazón en la mano.  Jesús, que bien le conoce, nos exhortará a ser misericordiosos como nuestro Dios es misericordioso.

Nadie se extrañe entonces si quienes han leído con detención la biblia prefieren predicar con especial complacencia estos rasgos de amor, amistad, cercanía y perdón. A la vez que muestran a sus hermanos a ser misericordiosos y clementes como lo es quien hace salir el sol cada día para todos sus hijos, sin discriminaciones.

La actitud compasiva y amorosa de Dios la recoge el evangelista, S. Juan de manera concisa e impactante: "Dios es amor". Dios es el dueño del amor hasta el punto de que cualquier otro amor procede de esta fuente: "el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (IJn. 4,7). Cuando el creyente ama a Dios no hace sino poner en juego las energías que previamente ha recibido de él. Otro tanto sucede cuando ama a su hermano.

Si Dios es amor esto implica que posee una fina sensibilidad. Y así lo muestra la revelación. En efecto, la Palabra revelada compara el pecado con la infidelidad que toca las fibras más sensibles del esposo. Los gemidos del pueblo impulsan a Dios intervenir ante el faraón. Por su parte, los profetas se sienten abrumados ante el amor celoso de Yavé.  Dios es sensible.  Por más que hablemos en términos metafóricos, nuestras palabras no se pierden en el vacío.

Para el hombre bíblico Dios no es un ser imperturbable, sumido en la indiferencia y la insensibilidad. En todo caso así lo han descrito algunos antiguos filósofos, pero no los profetas, para quienes Dios bulle de emociones y se acerca con ternura a los hombres. Falso que Dios esté demasiado lejos para ser afectado por sus criaturas. El infinito se hace infinitamente cercano.

Con el mismo derecho que se llama a Dios Padre, cabe decirle Madre. No le atribuimos rasgos masculinos ni femeninos; afirmamos que los matices del amor materno pueden predicarse de El. Es típico del afecto maternal amar sin condiciones. Como el padre del hijo pródigo, que ansía la vuelta del hijo, le perdona sin condiciones y desborda de gozo por el encuentro. Un padre con corazón de madre.

"Como un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo" (Is. 66,13).  "¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas?  Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (Is. 49,15). De modo que la misma revelación compara a Dios con el afecto de una madre. La creación ha surgido de un último seno o principio al que, con todo derecho, podemos llamar paterno o materno.

Con frecuencia al referirnos al misterio más central de nuestra fe solemos hablar de que el Padre engendra al Hijo. Pero nos quedaríamos a mitad de camino si sólo contempláramos el acto de engendrar. El Padre engendra a su Hijo para entregarlo.  En la entrega, más que en la generación, se nos hace transparente el corazón de Dios. Lo cual, por otra parte, se corresponde con el pensamiento de Pablo: "...no se reservó a su Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rom. 8,32).

La otra cara del amor se llama dolor. Quien ama de verdad, pronto o tarde gustará el sufrimiento. Dios sufre. El amor exigente de Dios, al ser rechazado, despierta su ira. Pero, como sigue amando tiernamente, le origina el dolor. Los profetas nos hablan de cómo se conmueven las entrañas de Dios, de cómo la infidelidad del pueblo le acarrea un gran sufrimiento. Dios no permanece indiferente cuando se le da la espalda a su amor. En términos humanos, le sobreviene la ira. Pero, al mezclarse ésta con su ternura, se transforma en dolor.  El mismo proceso psicológico del joven que ama a una muchacha y de la cual no recibe respuesta.  La ama... la detesta... sufre.

 

 

4. Con un corazón humano.

Jesucristo es imagen del Dios invisible. Quien le ve a El ve al Padre. Quien escucha sus parábolas del perdón y del amor gratuito, conoce el ser y actuar de Dios. Jesucristo es nuestro modelo, el Hombre perfecto cuyos pasos y criterios nos esforzamos por seguir. Gracias a la encarnación, nuestra naturaleza humana ha sido elevada. Y, desde entonces, el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. El trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con un corazón de hombre (Cf.  GS 22).

Resulta sorprendente que a Jesús se le encuentre con tanta frecuencia mezclado con personas sufrientes, sospechosas, mal vistas. No se contentó con convivir con los hombres, sus hermanos. Se rodeó de los más desvalidos e insignificantes de entre ellos. Bajó al mundo desgarrado de los lisiados, pobres y pecadores. Aun sin ser de su clase social, no pasó de largo. Jesús anduvo en malas compañías.

¿Por qué optó por los grupos de pobres, pequeños y pecadores, no obstante los guardianes del orden social lo observaran con recelo? La respuesta aparece explícita y reiterada en los evangelios: tuvo compasión. Su fina sensibilidad no le permitió pasar de largo. Su corazón latió con fuerza ante tanta necesidad y sufrimiento.

Jesús fue misericordioso. Tomó en serio el sufrimiento de sus hermanos. Un amor compasivo, presto a compartir y a cargar con la pena del prójimo. "Acérquense a mí todos los que están rendidos y abrumados, que yo les daré respiro. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy sencillo y humilde: encontrarán su respiró, pues mi yugo es soportable y mi carga ligera" (Mt. 11, 28-30).

A Jesús le afectaron las lágrimas de la madre desolada y sintió compasión. Devolvió vivo al joven difunto a su madre (Cf. Lc. 7, 11-15). Cuando vio llorar a María, la hermana de Lázaro, "se reprimió con una sacudida" (Jn. 11,33).  "Viendo al gentío, le dio lástima de ellos, porque andaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor" (Mt. 9,36). Luego están las parábolas de la misericordia: la oveja buscada sin descanso, el hijo pródigo cuya vuelta se desea, el buen samaritano. Dios es compasivo y misericordioso. Jesús actúa como su Padre y nos invita a hacer otro tanto.

El primer discurso de Jesús insinuaba ya cuáles serían sus gestos y dónde hallaría sus preferencias. "El Espíritu del Señor está sobre mí porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a todos los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor" (Lc. 4, 18-19).

Se ha comparado el amor a una herida infligida en el pecho. Por esta herida uno estalla y posibilita a los otros que penetren en la propia intimidad. Hay mucho de verdad en esta metáfora poética. Porque, en efecto, el amor compasivo lleva a salirse de los propios límites e intereses y acoge el sufrimiento del tú que tiene enfrente como si fuera propio.  "Acérquense a mí todos los que están rendidos y abrumados...".

Jesús se introdujo en el submundo de los pobres porque su corazón era sensible. Acabó en lo alto de la cruz, con el costado traspasado porque tal es el destino de quien ama hasta el fin en un mundo de injusticias y violencias. La liberación que Jesús ofreció a los dolientes era fruto de su compasión, pero ésta sólo es credible cuando se pone a nivel. Por lo cual fue a la búsqueda de los más pobres, sospechosos y mal vistos y, en este caminar febril -cual pastor tras la oveja descarriada- cayó en poder de los cabecillas a quienes sentó mal tanta exquisitez por los que no cuentan.

Les cayó mal porque ello suponía la conmoción del orden a que estaban habituados y que tantos beneficios les proporcionaba. Le crucificaron y le traspasaron el corazón a fin de cerciorarse de que estaba bien muerto y nada había que temer de la sorprendente locura de Jesús de Nazaret.

En la cruz Jesús tiene los brazos abiertos. Está en disposición de abrazar a todos los hombres. Se confunde con ellos, es para ellos. Se diría que los límites corporales de Jesús son abolidos. Además de confundirse con los hombres en el abrazo -cosa que no es tan ajena al ser humano, después de todo- tiene el corazón traspasado. Desde que "uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza" (Jn. 19,34) los cristianos contemplamos con asombro esta escena. Ahí cristaliza el gesto, el símbolo de la pura apertura y de la receptividad total. No es por azar que la escena culmine el evangelio de S. Juan y la entera vida de Jesús.

El amor impulsa a hacer cosas un poco descabelladas. A Jesús lo contemplamos como recién nacido indefenso, acostado en un pesebre, en una cueva adornada con telarañas. Se nos ofrece al final de su vida en un pedazo de pan a fin de permanecer siempre cerca de los suyos. Acaba en lo alto de una cruz con los brazos abiertos y el corazón traspasado. Definitivamente, el amor tiene su lado débil e impotente. No coacciona, simplemente sugiere. Se pone a merced del amado, se hace vulnerable. "Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap. 3,20).

 

 

5. El traspasado y los traspasados.

El título de "Siervo de Yavé" se le atribuyó a Jesús desde que los primeros cristianos iniciaron la reflexión sobre su persona y su obra salvadera. Leído en la perspectiva de los pobres y en situaciones de miseria que hieren la dignidad humana, adquiere resonancias más profundas.

El Siervo de Yavé, al que se refiere el profeta Isaías, prefigura a la perfección los rasgos que adquirirá la vida, muerte y glorificación de Jesús. Este Siervo sufre reemplazando así el sufrimiento de otros. La misión que se le encomienda consiste en aliviar el dolor de los presos, abatidos, ciegos y despreciados. En arriesgar y ofrecer su vida para despertar al pueblo que vive sumido en la inconsciencia del pecado. Pero su misión será rechazada y el Siervo ejecutado. Los poderosos, que se nutren de sus propias fechorías, no están interesados en liberación alguna.

Jesús hace suya la misión del Siervo. Ha venido a servir y no a ser servido. Un himno primitivo dice de El que "se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo". Jesús es el Señor, pero también es el Siervo. Su señorío no es de dominio, menos de opresión, sino de servicio.

Muchos de los rasgos del Siervo se hallan presentes en las personas marginadas y sufrientes, así como en pueblos enteros, particularmente del Tercer Mundo. Son personas y pueblos sin rostro, a quienes se priva de toda justicia, se violan sus derechos, se conculcan con prepotencia sus ansias de vivir. Como el Siervo, son reprimidos, perseguidos y aniquilados cuando pretenden implantar la justicia y el derecho.

El creyente queda obligado a no contentarse con una mera experiencia de Dios, sino a hacer la experiencia del Dios de Jesús que se inclina hacia los que no cuentan. Y, en el intento de devolverles la dignidad expoliada, entrega hasta la última gota de sangre. Jesucristo no se pone de parte del poder, ni de la Ley, ni del prestigio, ni de la inteligencia. El viernes santo, y ya mucho antes, se coloca del lado de las víctimas. La salvación brota de la entrega generosa.

Creemos que la salvación nos llega de la muerte y glorificación del Señor, no del poder. La tentación muy humana de querer oír la voz de Dios en un trasfondo de trompetas y relámpagos, como en el Sinaí, hay que desecharla. Dios, en Jesús, no habla a través del poder, sino de la humillación de su siervo. El dedo de Dios abre una herida muda en el costado de su Hijo y no se permite otra elocuencia.

Los cristianos se hacen conscientes de un escándalo que prolonga el del calvario: el escándalo de los parias de la sociedad. Y se organizan, no en torno a los hombres que tienen poder, sabiduría y belleza, sino alrededor de los pobres, los perseguidos y traspasados de la historia. Ellos están convencidos de que Dios no usa el poder, sino que deja hacer a los hombres, respeta su libertad, aunque le devuelvan a su hijo hecho una llaga y traspasen los corazones de sus hermanos con las lanzas la represión. Consideran a Dios como aliado. Intuyen que el escándalo de los traspasados tiene mucho que ver con el drama del calvario. Piensan que la salvación no se logra sorteando las cruces, sino a través de ellas. En la cruz del calvario se manifestó el mayor amor.

"Ustedes, por mano de paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte" (Hech. 2,23-24). Quede claro: el resucitado y exaltado es el que antes ha sido crucificado y humillado. Quien vivió y murió en favor de los últimos de la tierra, a ése Dios ha ensalzado y glorificado dándole el nombre sobre todo nombre. La justicia triunfa sobre la injusticia y la víctima sobre el verdugo. Es nuestra gran esperanza. Y contamos ya, con este anticipo.

Al Señor glorificado, sentado en lo más alto de los cielos, cualquiera lo puede invocar y experimentarse así muy religiosos. Pero el Jesús de la historia que proclamó las bienaventuranzas, miró con recelo la ley y el templo, discutió con los grupos que querían dominar a la población y murió condenado como malhechor, ya no es tan fácil invocarle y quedarse tranquilo. El cuestiona el modo de proceder de los hombres. Cada uno tiene que preguntarse si está con el poder, el prestigio, la fuerza y el dinero o si se pone de parte de los humildes y de los que no cuentan.

Para que nunca se olvidara que el resucitado fue antes crucificado Jesús conservó las llagas de sus manos, de sus pies y de su costado. El crucificado fue llagado y ejecutado por unos hombres que tenían intereses muy personales que defender.  Por eso el Padre lo resucitó. La razón estaba con Jesús. Quienes se dejan traspasar en solidaridad y para aliviar a los traspasados de nuestro mundo serán glorificados por el Padre.

 

 

6. Iglesia nacida del costado abierto.

S. Juan sugiere que Jesús murió sumergiéndose en un profundo sueño: inclinó la cabeza. Y dice explícitamente que la lanza le abrió el costado. Con esas palabras evoca el sueño de Adán, al que se le abre el costado, a fin de que surja Eva, su compañera, formada de la carne de su carne. También Jesús cae en un profundo sueño, reclina la cabeza y la lanza le abre el costado para que surja la Iglesia.

La Iglesia es simbolizada en la sangre (de la Eucaristía) y el agua (que apunta al Espíritu y al bautismo). La Iglesia, cual nueva Eva, engendra a muchos vivientes mediante la Palabra y los sacramentos. Los orígenes de la Iglesia hay que ir a buscarlos en la profundidad del corazón, de Cristo. Un corazón que es fuente de vida.

"Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn. 7,37-39). El corazón de Cristo es la fuente de agua viva, la fuente del Espíritu. A este propósito decía S. Ireneo: "la Iglesia es la fuente de agua viva que mana para nosotros del corazón de Cristo. Donde está la Iglesia, allá está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allá está la Iglesia y toda la gracia".

Antes de morir, Jesús no podía entregar el Espíritu, según el evangelista S. Juan. Lo tenía guardado dentro de sí. Pero cuando la lanza le atravesó el corazón, entonces sí que el amor, la fortaleza -el Espíritu que le movió en vida- pudo derramarse sobre los suyos. Este Espíritu, su más preciado regalo, se convertirá en guía y fortaleza para sus seguidores. Se constituirá en el alma de la Iglesia.

Son receptores del Espíritu los que "contemplan al que traspasaron". Por supuesto que el evangelista no se refiere a una mirada equivalente a una mera impresión óptica. Aquí está hablando de una mirada con ojos de fe. Una mirada que surge más del corazón que de los ojos de la carne. Una mirada de tanta intensidad y calidad que sólo el Espíritu puede alumbrarla. El es, en efecto, quien va del corazón de Cristo al corazón del creyente. Y de este modo nos otorga la salvación.

El contexto familiar constituye un lugar especialmente adecuado en orden a vivir la espiritualidad del corazón de Cristo. El hogar debe acoger, brindar cariño y sostener en los momentos críticos. Es el lugar donde se unen los corazones, convergen los proyectos y no se habla más del tú ni del yo. Porque el yo y el tú conforman para siempre una realidad nueva: un nosotros. Así la familia se capacita para irradiar luz y calor en torno.

Los laicos ocupan un lugar fundamental en la Iglesia de Dios. Sus derechos, deberes y tareas nadie puede ni debe usurparlos. Ellos constituyen un porcentaje aplastante en la Iglesia de Dios. Hay que favorecer su importancia eclesial y su dignidad bautismal. Los laicos, reunidos en torno al Traspasado e inspirados por su Espíritu, se reúnen en pequeños grupos para mejor sostenerse y encauzar sus energías en favor del prójimo.

Los fieles reunidos en la Iglesia saben que ésta es misionera. Misionero es el enviado a proclamar la buena nueva. Como el agua del río sortea los obstáculos que halla al paso, así el manantial salido del corazón de Cristo, pues que la buena noticia debe llegar a todos los rincones. Porque cuando alguien ha encontrado el sentido a su vida experimenta una paz profunda y un gozo que no le pueden sustraer las mil dificultades de cada día. Entonces se siente impulsado a compartir su secreto. Las grandes noticias son para celebrarlas y compartirlas. Cuanto más se extienden, tanta más alegría irradian.

 

 

7. Contemplar al que traspasaron.

Los SS. Padres, y con ellos los cristianos de los primeros siglos, quedaron impactados por los grandes temas de la fe, los cuales relacionaron con el corazón de Cristo: la Iglesia, la vida divina, los sacramentos, el Espíritu, etc. Recurrieron a los símbolos del agua viva, del costado abierto y otros que se mueven alrededor del corazón de Cristo. Sus comentarios se sitúan en una línea más bien pedagógica: tratan de explicitar los grandes misterios cristianos y relacionarlos estrechamente con su fuente, el corazón abierto de Jesús.

Luego, durante la Edad Media, la espiritualidad que nos ocupa se decantó hacia el misticismo. Es decir, tomó mayor relieve el sentimiento, el fervor personal. Se distanció un poco del drama del calvario. A cambio, se centró en el símbolo del corazón. Pero evocando, sobre todo, interioridad y amor. Se destaca la humanidad de Jesús -su corazón de carne- y las experiencias místicas que impulsan a entrar en su corazón a través de la herida del costado. Allí se halla el refugio y el mayor consuelo.

Por esta época es muy común decir que la herida del corazón físico de Jesús revela la herida de su amor. Los franciscanos mostraron una gran devoción a las cinco heridas de Cristo, especialmente a la de su costado. Y es que los afectos y sufrimientos que conmovieron al corazón de Cristo en la pasión, dejaron una profunda huella en S. Francisco de Asís. Hasta el punto de que las heridas del Cristo sufriente se proyectaron en el cuerpo de S.  Francisco.

Durante el primer período de la espiritualidad (en la época de los Santos Padres) no se relacionaba prácticamente el corazón humano con el de Cristo. Pero luego, a partir de la Edad Media y especialmente gracias a unas religiosas alemanas, se pusieron en contacto ambos corazones. Los místicos abren su corazón para el Señor, del mismo modo que el Señor abre el suyo para ellos.

Un famoso místico, Eckhart, usó el símbolo del fuego para describir el amor de Jesús hacia los hombres. "En la cruz, su corazón fue como fuego y horno de donde surgen llamas por todos lados. Fue completamente consumido por el fuego de su amor para todo el mundo. Por eso atrajo a sí mismo todo el mundo por el calor de su amor".

Tal vez el nombre que más ha quedado vinculado al de la espiritualidad del corazón de Cristo es el de Sta. Margarita María Alacoque. Fue una religiosa francesa que vivió en el siglo XVII, en un lugar llamado Parayle-Monial. Le otorga a la espiritualidad un toque de marcado sentimiento trágico. Los pecados del hombre le asombran, pues que tiene ante los ojos la justicia de Dios. Aun cuando no olvida su misericordia, se centra en la reparación. Todo el contenido adquiere un tono bastante quejumbroso y melancólico.

Margarita María nos habla de disponibilidad total a Dios, de reparación, de intercambio de corazones entre Jesús y el creyente. Si bien muchas expresiones y puntos de vista deben ser adaptados a nuestra época, su mensaje mantiene una aprovechable actualidad. Es muy conocida la última gran revelación según la cual Jesús se expresa en estos términos: "He aquí este corazón que ha amado tanto a los hombres, que no ha perdonado nada hasta agotarse y consumirse..." .

Diversos Papas han publicado documentos elogiando el contenido y la calidad de la devoción y el culto al corazón de Cristo. De entre todos ellos destaca Pío XII con la encíclica "Haurietis Acquas" (1956). Se escribió con motivo de la extensión de la fiesta del Sagrado Corazón a la Iglesia universal. Trata el tema con amplitud, claridad y profundidad. Sobrepasa la perspectiva de Sta. Margarita. Llega a decir incluso que esta espiritualidad es la síntesis de toda religión, la más laudable manera de practicar el cristianismo, el camino más eficaz para acceder a Dios.

Desde hace unos años la espiritualidad va enriqueciendo su fisonomía. Tiene en cuenta los elementos sobre los que hablaron los SS.  Padres: básicamente que del costado abierto surgió el Espíritu, la Iglesia y los sacramentos. El corazón como fuente de vida. No pierde de vista los aportes de los místicos: el intercambio de corazones, la dimensión de interioridad aneja al símbolo, la evocación del fuego, la sangre, el agua, la cruz, el cordero degollado, el amor...

La espiritualidad del corazón insiste en sus fundamentos bíblicos. Sostiene que es preciso reivindicar la dimensión humana de Jesús para no caer en una salvación abstracta. Entonces se presta mucha atención y se sitúa en primer plano la misericordia, la ternura, la cercanía y la solidaridad de Jesús.

Pero, por encima de todo, la escena que mejor expresa el mensaje de esta espiritualidad la encontramos en el capítulo 19 de S. Juan.  Jesús, desde lo alto de la cruz, atrayendo a los hombres hacia sí, es traspasado con la lanza. La sangre y el agua que salen de su costado significan la entrega y la fidelidad hasta el fin. Impulsan a que quienes contemplan al Traspasado no se arredren ni siquiera cuando les abran el corazón -si   llega el caso- en la lucha que libran en favor de sus hermanos traspasados por la miseria y la injusticia.

No las estampas de fuertes y variados colores designan adecuadamente el objeto y el tono de la espiritualidad tal como hoy se va redefiniendo. Más bien la imagen del Traspasado y el corazón estilizado, apenas esbozado, que evoca la solidaridad y la fidelidad ancladas en lo más profundo de la persona. Un corazón que va mucho más allá del órgano físico.

 

 

8. Algunas implicaciones.

La moral que se desprende de la espiritualidad del corazón es la de la alianza, la cual contrasta con la del pacto o la ley. Es preciso responder a la Palabra de Dios con un corazón nuevo, de carne, sensible y no con un corazón petrificado y legalista. La letra mata, advierte S. Pablo. A un ofrecimiento de amor y a una elección gratuita sólo cabe responder con igual moneda. La espiritualidad de la Alianza es también llamada del corazón. Las actitudes que describen las bienaventuranzas, sin topes, formuladas en positivo -al contrario que el decálogo- son la mejor concreción de la espiritualidad de la alianza.

El creyente sabe que no mancha lo que está en el exterior, lo que entra por la boca, sino lo que sale del corazón. Es decir, no nos interesa tanto el cumplimiento estricto de las leyes y las normas, sino la actitud de sincero amor a Dios y comprometida solidaridad con el prójimo. No, una moral de obligación y de mínimos, sino una moral de la alianza que apunta al máximo.

La espiritualidad del corazón de Jesús confina, y en ocasiones se confunde, con cuatro temas litúrgicos de gran relieve. Lo cual nos habla de su validez y sólida fundamentación. Primero, la pasión de Cristo y su muerte posterior, sin descuidar las llagas de pies, manos y costado. Sabida es la devoción que el pueblo fiel, durante largas épocas, ha profesado a las cinco llagas.

Segundo, el Espíritu Santo. Viene a ser como el fruto más preciado de la misma. En efecto, surge del costado de Cristo herido, simbolizado por el agua, constituyéndose en alma de la Iglesia y prenda para los cristianos. Tercero, la Eucaristía, que no es sino el misterio del amor concretado y prolongado en el tiempo, un misterio que renueva la presencia real de Jesús. La misma presencia, aunque no sacramental, que trata de fijar la profecía de Zacarías: "mirarán al que traspasaron".

Finalmente, la Virgen María está muy cerca de la espiritualidad del corazón de Jesús. También ella nos muestra el corazón atravesado por una espada de dolor, contempla en su interior la palabra de Dios y es la mujer disponible para Dios y para sus hermanos. Para Dios desde el momento que, sin entender del todo la situación está presta a decir que sí: -hágase. Y para sus hermanos porque la primera preocupación tras el anuncio de su maternidad la pone en el embarazo de su prima Isabel. Allá va presurosa a fin de aliviarla en estos momentos difíciles.

No en vano el pueblo cristiano, con preciso instinto, ha representado conjuntamente los corazones de Jesús y de María con mucha frecuencia. Se trata de dos espiritualidades muy afines y, en cierto modo, paralelas. Si Jesucristo es el nuevo Adán (la nueva humanidad), ella es la segunda Eva (la madre de los creyentes). Si Cristo es el Traspasado, a ella una espada le atraviesa el alma. Si Jesús es el primogénito entre muchos hermanos, ella es madre de la Cabeza y de los demás miembros.

El corazón de Jesús constituye el lugar de encuentro entre Dios y el hombre; pues bien, las entrañas de María representan el lugar de la acogida de Dios por parte de la humanidad. María es la encrucijada entre Dios y el hombre. El corazón de Cristo manifiesta el amor misericordioso de Dios; el corazón de María es la tierna manifestación en versión femenina, del amor de Dios: "el rostro materno de Dios".