A veces circulan por ahí tópicos que no se corresponden
con la realidad. Uno de ellos nos asegura que el Dios del
Antiguo Testamento es el Dios castigador, vengativo y
colérico, que nada tiene que ver con el Padre misericordioso
del que nos habla Jesús.
Los que piensan de este modo tienen, desde luego, su
parte de razón, pero está claro que no conocen bien las
Escrituras y que no han leído, desde luego, el libro de
Jonás.
Si lo buscáis en vuestra Biblia, lo encontraréis
clasificado entre los escritos proféticos aunque, para hacerle
justicia, debería ser considerado como una “novela ejemplar”,
al estilo de lo que sucede con las parábolas de Jesús. Se
trata pues de una narración ficticia que pretende trasmitir
una enseñanza. Su extensión es sorprendentemente breve, apenas
cuatro capítulos, pero en ellos se encierra una verdadera
“perla” sobre la revelación de la misericordia.
Por desgracia, el conocimiento que tenemos de este
libro suele ser bastante superficial y se limita a aquel
pasaje en el que Jonás se pasa tres días y tres noches en el
vientre de la ballena. Por eso alguien podría preguntarse qué
tiene que ver todo eso con la misericordia de Dios. La mejor
respuesta consiste en abrir este precioso libro y comenzar a
leer.
PRIMERA PARTE (Jon
1-2)
Primera escena: Jonás
reniega de su vocación (Jon 1,1-3)
El libro
de Jonás comienza con una llamada. Se deja sentir la voz de
Dios y el profeta es enviado a la misión: “Levántate, vete a Nínive…
y pronuncia un oráculo contra ella”. Nada de particular si
no fuera por ciertos detalles que llaman la atención.
Nínive no era una ciudad israelita, sino extranjera. Y
hasta ese momento ningún profeta de Israel había sido enviado
a una ciudad pagana con una misión religiosa. Además, Nínive
era la capital de Asiria, el imperio que en el s.VIII a.C.
oprimió con
crueldad inusitada a todo el Oriente Próximo. A un
israelita bien nacido su sola mención le producía escalofríos,
pues era símbolo de violencia y de pecado, la ciudad hostil y
enemiga por antonomasia. Y Jonás no está por la labor. Por eso
se levanta para huir hacia Tarsis, justo en dirección
contraria a lo que el Señor le había ordenado.
Su reacción resulta absolutamente desconcertante. Jamás
un profeta había dado a Dios un “no” tan tajante. No se trata
de titubeos o de dudas ante la dificultad de la misión, sino
de una clara rebelión contra el mandato del Señor.
Por dos veces señala el relato que Jonás quiere huir “lejos del Señor”. La
expresión resulta muy significativa y si pudiésemos leerla en
el texto hebreo (literalmente dice: “lejos de la faz de
Yahvé”), nos daríamos cuenta de que la única vez que la
Biblia vuelve a utilizarla, lo hace para referirse a Caín en
el momento en el que es castigado y expulsado del paraíso (Gn
4,13-16). Al contrario de lo que hubiera hecho un verdadero
profeta, cuya actitud consiste en permanecer “ante la faz de Yahvé”
para servirle y obedecerle, Jonás huye de Dios como Caín,
como si la misión que el Señor le ha encomendado le pareciese
un castigo. Jonás es un anti-profeta.
¿Por qué huye Jonás? ¿Acaso tenía miedo a perder la
vida a manos de
los ninivitas? De momento no lo sabemos porque él no da
explicaciones. Simplemente escapa. Lo que le ha sido encargado
podía parecerle incluso atractivo, pues se trataba de
pronunciar un oráculo de condena contra Nínive. ¿Qué podía
apetecer más a un israelita que anunciar el fin de la ciudad
odiada (lee Jon 3,4)? ¿Por qué escapa entonces? No olvidemos
esta pregunta porque en su respuesta encontraremos la clave
para comprender el mensaje de este libro.
Segunda escena: La
tempestad (Jon 1, 4-16)
En este episodio la voz de Dios no se escucha
directamente, pero su presencia se adivina detrás de todo lo
que sucede. Él es quien guía los acontecimientos y no está
dispuesto a resignarse ante la negativa de Jonás. Por eso
desencadena la tormenta que se abate sobre la nave en la que
aquel pretende escabullirse de la misión.
En esta situación tan dramática para el barco y los
navegantes, se subraya el contraste entre la actitud de los
marineros (paganos) y la de Jonás (israelita). Veámoslo
despacio porque la cosa tiene miga.
Los marineros aparecen activos y responsables. Están
preocupados por la situación y hacen lo posible en lo humano
-aligerando la carga- y en lo divino -invocando a sus dioses-
para salir del trance. Jonás, en cambio, se muestra pasivo y
duerme plácidamente en la bodega del barco como si nada
ocurriese. Además, tampoco se molesta en pedir ayuda a Yahvé,
el Dios de Israel, ni siquiera cuando el capitán del barco se
lo pide. Curiosamente los paganos demuestran tener más altura
humana y religiosa que el “profeta” Jonás, que se desentiende
de todo mientras los demás rezan y se afanan en medio de la
tempestad.
La situación es confusa, pero pronto quedará claro
quién es el responsable de lo que está pasando. Deciden “echar
a suertes” y Jonás es señalado como culpable. Comienza
entonces un interrogatorio en el que los marineros lo
acribillan a preguntas: “¿Por qué nos sucede esto?
¿Cuál es tu profesión? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De
qué pueblo eres?”.
Jonás se declara hebreo y fiel yahvista, como si
marcase distancias frente a quienes considera como paganos y
veneradores de ídolos. Pero sus palabras suenan como un
auténtico sarcasmo. Sus labios confiesan que “adora a Yahvé”,
pero la verdad es que desea escapar de su presencia y no se ha
acordado de Él en medio del temporal. La fe que profesa no va
de acuerdo con sus obras.
Los marineros, llenos de temor, parecen comprender
mucho mejor que Jonás la gravedad de su actitud y no pueden
entender por qué se niega a obedecer a su Dios. Pero por más
que le preguntan por los motivos de su actuación (lee Jon
1,10) no obtienen respuesta.
Jonás sigue sin revelar las razones de su rebeldía. Su
terquedad llega a límites insospechados. Cuando los marineros
le piden qué han de hacer para que se calme la tempestad,
responde sin dudarlo que lo arrojen al mar. Jonás sabe que
todo sucede por su culpa, pero no da su brazo a torcer. Antes
morir ahogado que ir a Nínive.
Frente a la cerrazón de Jonás, la calidad humana y
religiosa de los marineros vuelve a ponerse de relieve. Lejos
de tirarle al mar, tratan de remar hasta la costa. Su interés
por salvar la vida de quien está poniendo en peligro la suya
propia resulta conmovedor.
Pero sus esfuerzos resultan vanos. Entonces aquellos
marineros -que antes habían implorado la ayuda de sus dioses-
se ponen a “invocar al
Señor”, es decir a Yahvé. Reconocen que aquella tormenta
responde a los designios del Dios de Israel y le piden que no
les haga perecer por culpa de Jonás. Luego suplican que no se
les responsabilice de su muerte y hasta le conceden el
beneficio de la duda llamándole “inocente”, a pesar de que él
mismo se ha declarado culpable. Finalmente lo arrojaron al mar
que inmediatamente se aplacó.
¿Acaba aquí la historia de Jonás? ¿Quién llevará
adelante su misión? La situación resulta paradójica. Muy a su
pesar, Jonás ha sido un instrumento en las manos de Dios para
obtener la conversión de los marineros. Los extranjeros se
mantienen a flote. El israelita se hunde en las aguas. Es la
historia del Éxodo, pero al revés. ¿Qué significa todo esto?
¿Por qué Yahvé se inclina del lado de los paganos? Sigamos
leyendo y lo comprenderemos.
Tercera escena:
Salvamento de Jonás (Jon 2,1-11)
A petición propia, Jonás
acaba de ser arrojado al mar desde el barco en el que huía
hacia Tarsis. Ha demostrado que prefiere perecer bajo las
aguas antes que cumplir la misión que el Señor le ha
encargado...
Pero Dios no se deja
amilanar por su terquedad y busca la manera de reconducir los
hechos. Como dueño de todo lo creado, envía un gran pez que se
traga a Jonás y lo retiene en su vientre durante tres días
enteros. Al cabo de este tiempo y tras otra orden divina,
aquel monstruo marino vomita a nuestro protagonista en la
playa.
El episodio derrocha
fantasía y podría haber inspirado al mismísimo Julio Verne,
pero ciertamente es el más conocido y popular del libro. De
hecho el mismo Jesús se lo aplica para aludir simbólicamente a
su sepultura y resurrección: “Pues así como Jonás
estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así
estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el
corazón de la tierra” (Mt 12,40).
Pero la anécdota del pez
no es, en absoluto, lo más importante de nuestra historia. Se
trata simplemente de una estratagema narrativa cuyo objetivo
es devolver a Jonás al punto de partida. No hay que darle más
vueltas ni buscarle otras explicaciones.
Lo que sí resulta
problemático es el salmo que, según la narración, Jonás eleva
a Dios desde el vientre de la ballena (Jon 2, 2-10). De hecho,
si lo analizamos con detención, resulta fuera de
lugar.
Para empezar, parece
extraño que, de repente, Jonás se ponga a rezar, cuando hasta
ahora no lo ha hecho. ¿Es que se ha convertido, como parecen
indicar las palabras que utiliza en su plegaria? Pronto
veremos que no. Además, en el salmo se expresa la acción de
gracias de alguien que se ha salvado de un naufragio, cuando
lo cierto es que Jonás está aún en el vientre de la ballena.
En tal situación hubiese sido más adecuado pronunciar una
oración de súplica.
De hecho, muchos
estudiosos piensan que este salmo no formaba parte del relato
original, sino que fue añadido posteriormente, puesto que no
encaja ni con el estilo del libro -que es una narración-, ni
con la situación de Jonás, ni con la trama de los hechos, ni
con la sicología del personaje dibujada por el
autor.
Lo realmente importante
es que Jonás vuelve a encontrarse en el mismo sitio desde el
que había emprendido su itinerario de huida. Eso significa que
la historia puede comenzar de nuevo. Todo su empeño en escapar
del Señor ha resultado perfectamente inútil. Hay Alguien que
demuestra ser más testarudo que él. Dios es tenaz y no va a
permitir que la actitud de Jonás frustre la misión
encomendada. La película de los hechos no ha terminado. Inicia
la segunda parte.
SEGUNDA PARTE (Jon 3-4)
Primera escena: Segunda vocación de Jonás (Jon
3,1-4)
Como al comienzo del libro y casi con las mismas
palabras, Dios vuelve a dirigirse a Jonás para reiterar su
mandato y enviarle de nuevo a la misión de la que había
pretendido escapar: “Levántate, vete a Nínive,
la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré”.
Esta vez Jonás obedece. Pero enseguida veremos que no
lo hace porque acepte gustoso el encargo del Señor. Más bien
se diría que va de mala gana y forzado por las
circunstancias.
Al llegar a la ciudad, Jonás se pone a predicar contra
ella, anunciando su destrucción: “Dentro de cuarenta días
Nínive será arrasada”. La metrópoli a la que los profetas
denunciaron como “sanguinaria y traidora”
(Nah 3,1), o como “capital del
crimen”(Hab 2,12) parece tener sus días contados. Pero los
caminos de Dios no son nuestros caminos y el libro de Jonás va
a depararnos nuevas sorpresas.
Segunda escena:
Jonás provoca la conversión de Nínive (Jon 3,5-10)
La respuesta de los ninivitas ante la predicación de
Jonás es absolutamente desconcertante. Sucede lo que parecía
imposible y aquellos que eran famosos por su crueldad se
arrepienten de todo el mal cometido y se vuelven hacia
Dios.
La conversión de los habitantes de Nínive se traduce en
una aparatosa liturgia en la que grandes y pequeños -y hasta
las vacas y ovejas- ayunan y se visten de sayal. Y todo ello
ratificado por un decreto real que resulta ser un prodigio de
buena teología. En él se ordena que todos hagan penitencia, lo
cual ha de expresarse no sólo con ritos externos, sino
enmendando antes que nada "su mala conducta y
violentas acciones" (Jon 3,8). Con ello se reconoce dónde
radica el pecado de Nínive y se recuerda que la auténtica
conversión no se conforma con dejar atrás la idolatría, sino
que ha de concretarse en el respeto a la justicia y el amor al
prójimo.
Además, el bando publicado por el monarca concibe el
ayuno no como una manera de presionar a Dios para que se vea
obligado a perdonar a Nínive, sino como la manifestación
pública de una conversión sincera. Si él ha mandado que los
ninivitas hagan penitencia no es para "comprar" el indulto
divino para la ciudad, sino para mostrar su arrepentimiento
por todo el mal cometido. El resto lo deja en manos de la
Misericordia: "Quizá el
Señor se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su
ira, de suerte que no perezcamos" (Jon 3,9).
La reacción de Dios ante la conversión de los ninivitas
resulta, si cabe, aún más sorprendente. A pesar de sus severas
advertencias, Él también se arrepiente "y no llevó a cabo el
castigo con que los había amenazado" (Jon 3,10). Triunfan
la misericordia y la gracia. La proclama de Jonás queda, por
tanto, anulada. Nínive no será arrasada.
¡Increíble! Yahvé, el Dios de Israel se compadece de
los paganos. Del mismo modo en que lo había hecho con los
marineros en la primera parte del libro, vuelve a manifestar
ahora su amor por unos extranjeros. En realidad, aquel primer
episodio sirve para preparar este otro, mucho más asombroso.
En efecto, a diferencia de los tripulantes del barco en el que
viajaba Jonás, los habitantes de Nínive eran culpables de
muchos delitos y dignos de castigo. Y sin embargo, son
perdonados.
Tercera escena: Jonás y Dios, frente a frente (Jon
4,1-11)
Paradójicamente, la
compasión de Dios desencadena la cólera de Jonás.
Comportándose de modo parecido al hijo mayor de la parábola
del Padre misericordioso (Lc 15, 11-32), se siente enormemente
contrariado ante la bondad divina.
Su enfado le lleva a encararse directamente con el
Señor, como si le pidiera cuentas por un comportamiento tan
extravagante… ¡Y por fin nos enteramos de la razón por la que
se negó a llevar a
cabo la misión que Dios le había encomendado! No es que
Jonás temiera por su vida o considerase inútil predicar a una
gente tan perversa como los ninivitas… No fue el miedo al
fracaso lo que le hizo embarcarse en dirección a Tarsis… Jonás huyó
porque sabía que el Señor es "un Dios clemente,
compasivo, paciente y misericordioso, que se arrepiente del
mal" (Jon 4,2).
Lo que Jonás temía en realidad era ser utilizado como
un instrumento de la misericordia de Dios. Y ahora que sus
sospechas se han confirmado, se siente tremendamente
escandalizado. Le parece totalmente injusto que el Señor se
haya compadecido de Nínive y no acepta de ningún modo ser su
cómplice en esta misión. Su obcecación es tal que declara: "Así que ya puedes, Señor,
quitarme la vida, porque prefiero morir a seguir viviendo"
(Jon 4,3).
La respuesta de Dios tiene forma de pregunta: "¿Te parece bien enfadarte
de esta manera?" (Jon 4,4). La cuestión deja entrever que
el Señor no se toma muy en serio la rabieta de Jonás, pero le
invita a exponer los motivos de su irritación.
Jonás, en cambio, no contesta nada. Se limita a
abandonar la ciudad y se instala al oriente de la misma. Otra
vez como Caín que, tras ser expulsado del paraíso, "se fue a vivir al este
del Edén" (Gn 4,16). También Jonás está cegado por la
envidia y acusa a Dios de un comportamiento injusto y parcial.
Quisiera matar a su hermano, pero como no puede, se desea la
muerte a sí mismo. La permanencia en Nínive se le hace
insoportable, pues se ha convertido en el escenario de la
Misericordia. Y él no tiene la menor intención de participar
en la fiesta del perdón (lee Lc 15,25-32). Por eso escapa de
nuevo.
Una vez fuera de Nínive, Jonás levantó una choza y se
sentó a su sombra, "para ver qué suerte
corría la ciudad" (Jon 4,5). Su corazón alberga una
esperanza perversa. La conversión de los ninivitas no puede ir
muy lejos. Imagina que aquellos paganos volverán a pecar y
entonces Dios no tendrá más remedio que castigarlos. El deseo
de venganza sigue anidando en su interior.
Tratar de hablar con una persona tan obcecada resulta
poco menos que imposible. Pero Dios no se apura e imagina un
curioso procedimiento para reanudar el diálogo con él. Por eso
"hizo que creciera una
planta de ricino sobre su cabeza para darle sombra y librarlo
de su enojo" (Jon 4,6). La estratagema surtió su efecto
pues aquel arbolillo "llenó de alegría a Jonás"
(Jon 4,6).
Esa era la sonrisa que Dios estaba esperando. Se diría
que, por un momento, Jonás se ha olvidado de su enojo.
Entonces el Señor completó su plan y a la mañana siguiente
mandó un gusano que carcomió el ricino hasta secarlo. Y por si
fuera poco, envió luego un bochorno insoportable sobre la
cabeza desguarnecida de Jonás, de modo que éste casi se
desmaya a causa de la solanera. Resucitan entonces todos sus
fantasmas y, al borde de la desesperación, vuelve a desearse
la muerte: "Prefiero
morir a seguir con vida" (Jon 4,8).
Con mucha ironía y no
poca inteligencia, Dios vuelve a interrogar a Jonás: "¿Te parece bien enfadarte
por este ricino?" (Jon 4,9). La pregunta se parece mucho a
aquella que le había formulado poco tiempo atrás, pero ahora
desvía su atención hacia aquel arbolito del que se había
encariñado. Se trata, por supuesto, de una cuestión de
estrategia.
Jonás responde que su
disgusto está más que justificado y que tiene derecho a
enfadarse "hasta la
muerte" (Jon 4,9). Entonces el Señor lo "atrapa" con un
razonamiento lleno de sentido común, que aclara la finalidad
de toda aquella "parábola en acción" protagonizada por el
ricino. Si Jonás es capaz de compadecerse por una plantita que
ni siquiera se ha esforzado en cultivar y cuya vida ha sido
tan efímera, ¿por qué no comprende que Dios se apiade de
Nínive, una ciudad enorme en la que habitan "ciento veinte mil
personas que aún no distinguen entre el bien y el mal
(¡¡los niños!!), y
una gran cantidad de animales"? (Jon 4,11).
Estas últimas palabras
descubren, además, las verdaderas razones de la Misericordia.
No ha sido la conversión de los ninivitas ni la penitencia con
que la han exteriorizado lo que ha movido el corazón de Dios a
la clemencia, sino la suerte de los inocentes. O sea, el puro
amor. Un amor gratuito que no pone barreras y se compadece por
todas sus
criaturas.
El libro de Jonás
trasmite un mensaje de universalidad en un tiempo en el que
los israelitas estaban tentados de encerrarse en sí mismos
para defenderse de las amenazas que les llegaban desde fuera.
Muchos pensaban que debían conservar su identidad como pueblo
a base de separarse y distinguirse de los paganos y
extranjeros. En cambio, el autor de esta preciosa historia se
atreve a criticar esa actitud particularista e intolerante
recordando que la misericordia de Dios no tienen
fronteras.
Nuestro libro acaba con
el silencio de su protagonista. Al final hay una pregunta que
queda en el aire: ¿Estás dispuesto a aceptar en tu vida a un
Dios así de sorprendente… o acaso te escandaliza su capacidad
de clemencia y compasión? Jonás no quiso contestar… Ahora hace
falta tu respuesta.
Emilio Velasco, msscc, (Valencia).
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