“Tratándose
de una espiritualidad, tal vez las imágenes
dirán más que las definiciones. El
evangelio nos ofrece diversas imágenes
que nos dan la visión interior del
misterio del Corazón de Jesús. Esas
imágenes se relacionan unas con otras
igual que los paneles de un tríptico.
Primer Panel: El alanceamiento de la cruz.- Segundo Panel: La
revelación a Tomás.- Tercer Panel:
El río que atraviesa la ciudad”
|
«Cuando sacrificó su
vida por sus amigos, cuando su costado fue abierto, Cristo nos dio su espíritu. Este espíritu siembra en nuestros corazones el amor y la voluntad de convertirnos
en servidores nosotros también» (Documentos
de Renovación, 3)
Para
San Agustín el misterio pascual se revela en
el hecho de no haberle sido quebrantados los
huesos a Jesús y haber sido traspasado.
En su comentario cita las palabras de
Pablo: «Cristo, nuestro cordero pascual, ya
fue inmolado»; y al mismo tiempo contempla la
experiencia pascual de los discípulos (Tratado sobre el Evangelio de San Juan,
120, 3).
Es
significativo que, en el primer encuentro
entre el glorificado y los apóstoles, Él «les
enseñó las manos y el costado» (Jn 20, 20).
También es revelador que soplara sobre ellos
y a continuación les dijera: «Recibid el Espíritu
Santo».
San Agustín explica que «sopló sobre
ellos» para hacer constar que no es sólo el
Padre quien les da el Espíritu, sino también
la humanidad glorificada del Hijo. El don del
Espíritu Santo implica dos cosas: «que la
paz está con (ellos) » y que los pecados les
son perdonados. Desde entonces los apóstoles,
en el nombre de Jesús, podrían impartir
tales dones a los demás.
Tomás,
para beneficiarse de estos dones pascuales,
debería ante todo reunirse con la comunidad
de los creyentes. Una vez en medio de la
comunidad cayó en la cuenta del estado
glorioso del que había sido crucificado y,
gracias al Espíritu Santo, participó él
también con los otros de la paz y el perdón
de los pecados.
«Ocho
días después los discípulos estaban otra
vez en casa, y Tomás con ellos. Estando
atrancadas las puertas, llegó Jesús, se puso
en medio y dijo: "Paz con vosotros".
Luego se dirigió a Tomás: "Aquí están
mis manos, acerca el dedo; trae la mano y pálpame
el costado.
No seas desconfiado, ten fe".
Contestó Tomás: "¡Señor mío y
Dios mío!" Jesús le dijo: "¿Porque
me has visto tienes fe?
Dichosos los que tienen fe sin haber
visto"» (Jn 20,26-29).
Así
es el panel central de nuestro tríptico. Están
en él los apóstoles que, como resultado de
la experiencia pascual, se han vuelto a
reunir; está también el Señor en medio de
ellos, mostrándoles sus manos y su costado,
como lo hizo en la primera aparición; y está
asimismo Tomás, frente al Señor, incapaz de
retirar sus ojos de él.
Jesús no sólo le muestra las señales
de las heridas, sino que le invita a tocarlas.
«Los clavos taladraron sus manos», escribe
Agustín, «y la lanza abrió su costado.
Conservó las señales de sus heridas
para curar de la duda a los corazones» (Tratados sobre el Ev. De San Juan, 121,4).
Agustín dice que él no puede responder a la
pregunta de si Tomás llegó a tocar las
heridas: después de todo, el Señor no dijo
«porque me has tocado», sino «porque me has
visto».
De acuerdo con este Padre de la
Iglesia, lo importante es ser un creyente que
no necesita de los sentidos.
Todo
en este segundo panel se ilumina cálidamente
con la luz y la vida que acompaña la
comunicación del Espíritu.
Fue la comunicación del Espíritu la
que permitió a Tomás y a los otros discípulos
discernir en Jesús la revelación de Dios y
la presencia del Señor, a la vez.
El mismo Espíritu es quien lleva a
contemplar las heridas como «signos».
En la última cena, Tomás había dado
a entender que él no sabía adónde iba el Señor,
pero, que deseaba conocer el camino (Jn 14,5).
Ahora ya ha descubierto el camino.
El camino, que es a, la vez la verdad y
la vida, es el que fue crucificado, y a pesar
de ello, está vivo.
Esta misma visión desde su fe animó a
la joven comunidad de creyentes.
El primer testimonio de ello se
encuentra en las cartas que llevan el nombre
de Juan.
Se parecen, en cuanto a contenido y
estilo, al cuarto evangelio.
El Espíritu, el agua y la sangre
El
texto que sigue, de la primera carta de Juan,
nos introduce directamente en el tema:
«El
que vino con agua y sangre fue él, Jesús, el
Mesías (no vino sólo con el agua y la
sangre), y el que lo atestigua es el Espíritu,
porque el Espíritu es la verdad.
Por tanto, los que dan testimonio son
tres: el Espíritu, el agua y la sangre, y los
tres apuntan a lo mismo» (I Jn 5, 6-8).
Para
la naciente Iglesia, que se reunía todos los
domingos a celebrar la eucaristía en memoria
de la resurrección del Señor, la sangre era
el símbolo de la inmolación y muerte de Jesús.
Asimismo para la misma Iglesia, que
bautizaba derramando agua: ésta significaba
la vida.
Jesús vino a ofrecernos el agua
vivificante y completaba su misión entregándose
a una muerte brutal y sangrienta.
La relación inmediata entre los dos
-el costado atravesado con la sangre y el
agua- la encuentro descrita en un comentario
exegético de mi colega S. van Tilborg: «La
sangre y el agua del costado de Jesús nos
conservan vivos; pues por la muerte del Señor
hemos sido liberados de nuestros pecados y por
el Espíritu vivimos en unión con Dios» (De Brieven van Johannes… Bussum, 1974,17).
Esto se ajusta a la exégesis de Agustín:
«Aquella sangre fue derramada para la remisión
de los pecados; aquella agua templa el cáliz
de la salvación; el agua sirve para lavar y
para beber» (Trat. Sobre Ev. Jn. 120,2).
San Agustín repite lo mismo en otro lugar,
mencionando explícitamente la comunidad de
los fieles: «Nadie entra en la Iglesia si no
es por el sacramento de la remisión de los
pecados; éste, sin embargo, brota del costado
de Cristo» (Contra
Faustum, 12, 16-17)…
Lo
que tenemos dicho fue vigorosamente subrayado
por Juan, negativa y positivamente: «No con
agua sola, sino con agua y sangre».
Uno puede sentirse tentado a pensar en
aquellos a quienes no impresiona el poder
reparador de la muerte de Jesús, porque
piensan que no han pecado y, por consiguiente,
no buscan la expiación (Jn 1, 6-10). Pero los
que creen, «deben adherirse a Jesús como
dispensador del agua viva del Espíritu y como
quien dio su vida por nosotros precisamente
para hacer posible ese agua» (S. Van Tilborg, l.c., 125).
El Espíritu dirige nuestra atención a Jesús,
que viene con el agua y la sangre y que nos
muestra su costado.
En
la última parte del texto que estamos
comentando, el agua y la sangre se mencionan
nuevamente, pero con una novedad: «Los que
dan testimonio son tres: el Espíritu, el agua
y la sangre». Ahora aparecen tres realidades.
El agua y la sangre no se refieren únicamente
al pasado, sino al presente también.
Asimismo la acción del Espíritu se
realiza en el presente.
En este versículo, el agua nos hace
pensar en el agua vivificante del bautismo, y
la sangre nos recuerda la celebración eucarística
de la alianza.
Ambos sacramentos pertenecen al
presente.
Jesús mismo indicó ese designio; al
insistir en la necesidad de nacer del agua y
del Espíritu (Jn 3, S), y en la necesidad de
comer su cuerpo y de beber su sangre (Jn 6,
54). La
comunión que se da en el presente entre el Señor
vivo y sus fieles es obra de su Espíritu y a
la vez es resultado de su venida histórica
con el agua y la sangre.
Con relación a esto último, Juan nos
invita a aproximar lo más posible nuestras
celebraciones sacramentales al acontecimiento
de la cruz.
En el bautismo y en la eucaristía el
agua y la sangre de Jesús tienen gran
significado.
Son una actualización en nosotros de
la presente venida de Jesús.
El agua del bautismo nos hace nacer
para Dios y la sangre de la eucaristía nos da
la vida perdurable.
Nuevamente podemos recordar a Juan (Jn
19, 34). «La muerte de Jesús nos da el agua
y la sangre por los que alcanzamos la vida
eterna. La sangre y el agua del costado de Jesús nos conservan
la vida» (S.van Tilborg, l.c.
126; J. Blank, Untersuchungen 328; R.
Schnackenburg, Die Johannesbriefe. Freiburg
1970 4ª ed, 262). Los tres que dan testimonio confirman nuestros
corazones en esta fe.
Los tres nos aseguran el hecho de la
salvación y nos garantizan que Jesús ha
venido a darnos la vida de Dios.
El agua y la sangre dan testimonio de
que Jesús permitió que abrieran su costado
para que nosotros podamos beber y de esta
manera salvar nuestras vidas; el Espíritu es
testigo de que la muerte de Jesús por
nosotros revela el increíble amor que Dios
nos tiene.
En el Jesús desgarrado, el Espíritu
nos muestra a Dios como el Dios del amor.
La
fe titubeante llevó a Tomás adonde debía
llevarlo en su búsqueda de Dios, es decir, al
centro de una comunidad congregada por el Espíritu
a causa de la fe.
Aquella misma búsqueda lo condujo
hasta el que acaparaba la atención de todos
los reunidos: el Señor, que le mostraba sus
manos y costado.
Así, Tomás llegó hasta lo que Agustín
llama «la fuente abierta, el corazón» ; y
él confesó: «Señor mío y Dios mío» (Para esta cita el P. Chevalier menciona el
Manual de San Agustín P.L.49, 960. J.
Chevalier, Le Coeur de Jesús, 8 y 18).
Tríptico
para una Espiritualidad del Corazón.
Amigo del Hogar. Santo Domingo, ps. 83-91.
|