«Les enseñó las manos y el costado» (Jn 20,20)


 

  

 

Fotografía de Antònia Ferragut

 


Las heridas del crucificado que siguen abiertas en el cuerpo resucitado son argumentos convincentes. Proponemos una Lectio Divina sobre este tema tan relacionado con nuestra espiritualidad del traspasado

1. Leer Jn 20,19-23 y 1 Jn 5,6-8, consultando algunas notas de la Biblia.

2. Meditación  con ayuda de las reflexiones de dos teólogos:

 

M. Soler, msscc, sobre Las cicatrices del resucitado.

J. F. Lescrauwaet, msc, Tríptico para una Espiritualidad del Corazón.

 

Nos podemos guiar por las siguientes preguntas:

 

¿Por qué se aparece Jesús con el corazón abierto si ya está curado y glorioso?

¿Qué implica el don del Espíritu Santo?

¿Cómo se relaciona la resurrección de Cristo con la muerte de tantos hombres y mujeres crucificados?

¿En qué sentido el Espíritu, el agua y la sangre se refieren no sólo al pasado, sino también al presente?

 

3. Oración

 

 

Manuel Soler Palà, msscc

Las cicatrices del resucitado


 

¿Quién no ha escuchado aquello de que “el amor es más fuerte que la muerte”? ¿Quién se ha detenido a reflexionar la frase y sacar consecuencias? El caso es que, si el amor es más fuerte que la muerte, el final biológico del ser humano no tiene la última palabra. La tiene el amor de Dios, fiel y sin fisuras, que permanece para siempre.

 

Estas reflexiones valen para el final de cada persona, pero encajan a la perfección respecto de Jesús, el Hijo amado del Padre. Parodiando unas palabras de Leonardo Boff cabría decir que la tumba en que fue depositado el cadáver del nazareno era demasiado estrecha para contener el reflejo divino que Jesús irradió a lo largo de su vida.

 

Nos es dado decir muy poco acerca del cómo de la resurrección. Pero abundan los motivos para maravillarnos de sus enseñanzas. Una de ellas es que sólo un Dios que resucita a los muertos es digno de fe. En efecto, si el Padre de ternura se mostrara apático ante el sufrimiento de los inocentes y la arrogancia de los malvados, sería un monstruo o un ser débil e incompetente.

 

Sólo un Dios que pueda resucitar a los muertos es digno de fe. Quien no logra creer en la resurrección, dispone de escasos motivos para creer en Dios. La resurrección es el gran acto de justicia de Dios hacia su Hijo, hacia sus otros hijos atravesados por muy diversas lanzas.

 

La palabra definitiva de Dios no se pronuncia en el tenebroso silencio del Calvario, sino en la luz resplandeciente del domingo pascual. Durante el viernes santo mantiene las manos quietas, respeta exquisitamente la voluntad de los verdugos. Pero luego se expresa en el domingo de resurrección: protesta contra la malicia e injusticia de los hombres. La resurrección es el acto de protesta de Dios contra la maldad de sus hijos que se matan entre si. De ahí que si no hay resurrección, "vana es nuestra fe". La resurrección es la llave maestra de la Historia.

 

Ahora bien, creer en la resurrección no consiste sólo en mostrarse de acuerdo con unas afirmaciones de carácter intelectual. Implica creer en la vida y, por tanto, no tolerar impasiblemente el mal de los oprimidos. Cree en la resurrección quien manifiesta su desacuerdo con el mundo tal como es. Quien actúa y piensa de tal manera que sus gestos y actitudes generan vida y no muerte.

 

Los Santos Padres predicaban que Cristo no está todavía totalmente resucitado. Hablando desde nuestras coordenadas humanas, algo de razón tenían. El no posee el pleno gozo de la resurrección mientras haya alguien que sufra. No le dejamos, por así decir, ser plenamente resucitado, porque se ha identificado con todos nosotros. Si engañamos y explotamos, continuamos la pasión de Cristo y retrasamos la vigencia del misterio pascual.

 

Todo esto quizás resulte un tanto abstracto. Pero se puede decir con la teología narrativa, muy de moda en ciertos ámbitos. Jesús se apareció a los suyos con las cicatrices de las llagas en manos, pies y costado. ¿Por qué, si había escapado del poder de la muerte? Porque estas cicatrices eran su más valioso signo de identidad. El que había sido colgado de la cruz y depositado en la tumba era el mismo que ahora era experimentado resplandeciente entre los suyos.

 

¿Cuál es la lectura de este hecho? Que al crucificado le abrieron el costado y le llagaron su cuerpo personas que defendían beneficios personales o egoísmos colectivos. Le estrecharon el cerco y le exprimieron hasta la última gota de sangre. Jesús había ido más allá de lo que permitían sus intereses. Era previsible su ajusticiamiento.

 

El corazón llagado de Jesús -en la cruz y en la gloria de la luz- indica con toda claridad que la victoria sobre la muerte tiene mucho que ver con la historia real y conflictiva de cada día. Las cicatrices de pies, manos y costado hablan con elocuencia.

 

J. F. Lescrauwaet, msc

La revelación a Tomás (Segundo Panel)


 

“Tratándose de una espiritualidad, tal vez las imágenes dirán más que las definiciones. El evangelio nos ofrece diversas imágenes que nos dan la visión interior del misterio del Corazón de Jesús. Esas imágenes se relacionan unas con otras igual que los paneles de un tríptico.

Primer Panel: El alanceamiento de la cruz.- Segundo Panel: La revelación a Tomás.- Tercer Panel: El río que atraviesa la ciudad”

«Cuando sacrificó su vida por sus amigos, cuando su costado fue abierto, Cristo nos dio su espíritu. Este espíritu siembra en nuestros corazones el amor y la voluntad de convertirnos en servidores nosotros también» (Documentos de Renovación, 3)

 

Para San Agustín el misterio pascual se revela en el hecho de no haberle sido quebrantados los huesos a Jesús y haber sido traspasado.  En su comentario cita las palabras de Pablo: «Cristo, nuestro cordero pascual, ya fue inmolado»; y al mismo tiempo contempla la experiencia pascual de los discípulos (Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 120, 3).

Es significativo que, en el primer encuentro entre el glorificado y los apóstoles, Él «les enseñó las manos y el costado» (Jn 20, 20). También es revelador que soplara sobre ellos y a continuación les dijera: «Recibid el Espíritu Santo».  San Agustín explica que «sopló sobre ellos» para hacer constar que no es sólo el Padre quien les da el Espíritu, sino también la humanidad glorificada del Hijo. El don del Espíritu Santo implica dos cosas: «que la paz está con (ellos) » y que los pecados les son perdonados. Desde entonces los apóstoles, en el nombre de Jesús, podrían impartir tales dones a los demás.

Tomás, para beneficiarse de estos dones pascuales, debería ante todo reunirse con la comunidad de los creyentes. Una vez en medio de la comunidad cayó en la cuenta del estado glorioso del que había sido crucificado y, gracias al Espíritu Santo, participó él también con los otros de la paz y el perdón de los pecados.

«Ocho días después los discípulos estaban otra vez en casa, y Tomás con ellos. Estando atrancadas las puertas, llegó Jesús, se puso en medio y dijo: "Paz con vosotros". Luego se dirigió a Tomás: "Aquí están mis manos, acerca el dedo; trae la mano y pálpame el costado.  No seas desconfiado, ten fe".  Contestó Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús le dijo: "¿Porque me has visto tienes fe?  Dichosos los que tienen fe sin haber visto"» (Jn 20,26-29).

Así es el panel central de nuestro tríptico. Están en él los apóstoles que, como resultado de la experiencia pascual, se han vuelto a reunir; está también el Señor en medio de ellos, mostrándoles sus manos y su costado, como lo hizo en la primera aparición; y está asimismo Tomás, frente al Señor, incapaz de retirar sus ojos de él.  Jesús no sólo le muestra las señales de las heridas, sino que le invita a tocarlas. «Los clavos taladraron sus manos», escribe Agustín, «y la lanza abrió su costado.  Conservó las señales de sus heridas para curar de la duda a los corazones» (Tratados sobre el Ev. De San Juan, 121,4). Agustín dice que él no puede responder a la pregunta de si Tomás llegó a tocar las heridas: después de todo, el Señor no dijo «porque me has tocado», sino «porque me has visto».  De acuerdo con este Padre de la Iglesia, lo importante es ser un creyente que no necesita de los sentidos.

Todo en este segundo panel se ilumina cálidamente con la luz y la vida que acompaña la comunicación del Espíritu.  Fue la comunicación del Espíritu la que permitió a Tomás y a los otros discípulos discernir en Jesús la revelación de Dios y la presencia del Señor, a la vez.  El mismo Espíritu es quien lleva a contemplar las heridas como «signos».  En la última cena, Tomás había dado a entender que él no sabía adónde iba el Señor, pero, que deseaba conocer el camino (Jn 14,5).  Ahora ya ha descubierto el camino.  El camino, que es a, la vez la verdad y la vida, es el que fue crucificado, y a pesar de ello, está vivo.  Esta misma visión desde su fe animó a la joven comunidad de creyentes.  El primer testimonio de ello se encuentra en las cartas que llevan el nombre de Juan.  Se parecen, en cuanto a contenido y estilo, al cuarto evangelio.

 

El Espíritu, el agua y la sangre

El texto que sigue, de la primera carta de Juan, nos introduce directamente en el tema:

«El que vino con agua y sangre fue él, Jesús, el Mesías (no vino sólo con el agua y la sangre), y el que lo atestigua es el Espíritu, porque el Espíritu es la verdad.  Por tanto, los que dan testimonio son tres: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres apuntan a lo mismo» (I Jn 5, 6-8).

Para la naciente Iglesia, que se reunía todos los domingos a celebrar la eucaristía en memoria de la resurrección del Señor, la sangre era el símbolo de la inmolación y muerte de Jesús.  Asimismo para la misma Iglesia, que bautizaba derramando agua: ésta significaba la vida.  Jesús vino a ofrecernos el agua vivificante y completaba su misión entregándose a una muerte brutal y sangrienta.  La relación inmediata entre los dos -el costado atravesado con la sangre y el agua- la encuentro descrita en un comentario exegético de mi colega S. van Tilborg: «La sangre y el agua del costado de Jesús nos conservan vivos; pues por la muerte del Señor hemos sido liberados de nuestros pecados y por el Espíritu vivimos en unión con Dios» (De Brieven van Johannes… Bussum, 1974,17).  Esto se ajusta a la exégesis de Agustín: «Aquella sangre fue derramada para la remisión de los pecados; aquella agua templa el cáliz de la salvación; el agua sirve para lavar y para beber» (Trat. Sobre Ev. Jn. 120,2). San Agustín repite lo mismo en otro lugar, mencionando explícitamente la comunidad de los fieles: «Nadie entra en la Iglesia si no es por el sacramento de la remisión de los pecados; éste, sin embargo, brota del costado de Cristo» (Contra Faustum, 12, 16-17)

Lo que tenemos dicho fue vigorosamente subrayado por Juan, negativa y positivamente: «No con agua sola, sino con agua y sangre».  Uno puede sentirse tentado a pensar en aquellos a quienes no impresiona el poder reparador de la muerte de Jesús, porque piensan que no han pecado y, por consiguiente, no buscan la expiación (Jn 1, 6-10). Pero los que creen, «deben adherirse a Jesús como dispensador del agua viva del Espíritu y como quien dio su vida por nosotros precisamente para hacer posible ese agua» (S. Van Tilborg, l.c., 125). El Espíritu dirige nuestra atención a Jesús, que viene con el agua y la sangre y que nos muestra su costado.

En la última parte del texto que estamos comentando, el agua y la sangre se mencionan nuevamente, pero con una novedad: «Los que dan testimonio son tres: el Espíritu, el agua y la sangre». Ahora aparecen tres realidades.  El agua y la sangre no se refieren únicamente al pasado, sino al presente también.  Asimismo la acción del Espíritu se realiza en el presente.  En este versículo, el agua nos hace pensar en el agua vivificante del bautismo, y la sangre nos recuerda la celebración eucarística de la alianza.  Ambos sacramentos pertenecen al presente.  Jesús mismo indicó ese designio; al insistir en la necesidad de nacer del agua y del Espíritu (Jn 3, S), y en la necesidad de comer su cuerpo y de beber su sangre (Jn 6, 54).  La comunión que se da en el presente entre el Señor vivo y sus fieles es obra de su Espíritu y a la vez es resultado de su venida histórica con el agua y la sangre.  Con relación a esto último, Juan nos invita a aproximar lo más posible nuestras celebraciones sacramentales al acontecimiento de la cruz.  En el bautismo y en la eucaristía el agua y la sangre de Jesús tienen gran significado.  Son una actualización en nosotros de la presente venida de Jesús.  El agua del bautismo nos hace nacer para Dios y la sangre de la eucaristía nos da la vida perdurable.  Nuevamente podemos recordar a Juan (Jn 19, 34). «La muerte de Jesús nos da el agua y la sangre por los que alcanzamos la vida eterna.  La sangre y el agua del costado de Jesús nos conservan la vida» (S.van Tilborg, l.c. 126; J. Blank, Untersuchungen 328; R. Schnackenburg, Die Johannesbriefe. Freiburg 1970 4ª ed, 262). Los tres que dan testimonio confirman nuestros corazones en esta fe.  Los tres nos aseguran el hecho de la salvación y nos garantizan que Jesús ha venido a darnos la vida de Dios.  El agua y la sangre dan testimonio de que Jesús permitió que abrieran su costado para que nosotros podamos beber y de esta manera salvar nuestras vidas; el Espíritu es testigo de que la muerte de Jesús por nosotros revela el increíble amor que Dios nos tiene.  En el Jesús desgarrado, el Espíritu nos muestra a Dios como el Dios del amor.

La fe titubeante llevó a Tomás adonde debía llevarlo en su búsqueda de Dios, es decir, al centro de una comunidad congregada por el Espíritu a causa de la fe.  Aquella misma búsqueda lo condujo hasta el que acaparaba la atención de todos los reunidos: el Señor, que le mostraba sus manos y costado.  Así, Tomás llegó hasta lo que Agustín llama «la fuente abierta, el corazón» ; y él confesó: «Señor mío y Dios mío» (Para esta cita el P. Chevalier menciona el Manual de San Agustín P.L.49, 960. J. Chevalier, Le Coeur de Jesús, 8 y 18).

 

 Tríptico para una Espiritualidad del Corazón. Amigo del Hogar. Santo Domingo, ps. 83-91.