«Mete tu mano en mi costado» (Jn 20,24-29)


 

  

 

La incredulidad de Santo Tomás (Caravaggio)

 


1. Leer Jn 20,24-29

 

Consultando algunas notas de la biblia

 

2. Meditación carismática

Ofrecemos unas páginas de Pamela Hayes que nos sugiere las siguientes preguntas:

 

¿Te has fijado en que Tomás representa al escéptico que hay dentro de ti? ¿En qué te identificas con Tomás?

¿Cuál es tu experiencia de sentirte amado por Dios, siendo la herida visible signo del amor invisible?

¿Cómo tratas y curas tus propias heridas?

¿Cómo te acercas a curar las heridas ajenas como si fueran tuyas?

 

3. Oración

Expresa tu acto de fe: “Señor mío y Dios mío”.

 

Puedes orar con el poema de la autora:

 

Soy, luego amo

esa sensibilidad total

que me mira

desde tu rostro indefenso

de forma inmediata.

Amo, luego soy.

 

Soy, luego amo

la vulnerabilidad absoluta

que me impacta

desde el interior de tu costado abierto

tan tiernamente.

Amo, luego soy.

 

Soy, luego amo

la Trinidad divina

que se abre paso hacia mí

en la pulsación de tu corazón

creativamente.

Amo, luego soy.

 

 

Pamela Hayes

Toca la herida y descubre el corazón


 

“Tocando la herida del costado de Jesús fue como Tomás descubrió de nuevo el corazón de Cristo.  Esto habla de manera más contundente que cualquier frase sobre el amor de Dios”.

 

6.    Toca la herida y descubre el corazón

 Tomás representa al escéptico entre los creyentes, más aún, a la parte escéptica de cada creyente.  Tenemos razones para estar agradecidos a su reacción.  Cuando los otros discípulos le dijeron que habían visto al Jesús resucitado, Tomás manifestó una necesidad ilimitada de pruebas, como se desprende de sus propias palabras en el relato de (Jn 20,24-29).

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20,25).

Pero Jesús conocía a su discípulo y, comprendiendo su necesidad, responde a Tomás en el lugar en que se encuentra.  Repite la aparición anterior exclusivamente para él, con todas las condiciones por él estipuladas, provocando así su respuesta.

«Trae tu dedo aquí y mira mis manos; trae tu malo y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27).

La narración alcanza aquí su punto culminante. Jesús resucitado pide a Tomás una respuesta de fe, como sigue pidiendo a cada uno de nosotros.  Pero a la vez se muestra realista y consciente de la necesidad de la formación en la fe.  La mente, el cuerpo y el corazón tienen su lugar en una educación holística, que es la única preparación apropiada para la fe.

Dios respeta sobre todo lo que somos y quienes somos. Vemos de manera más perspicaz y comprendemos y reparamos mejor en las cosas cuando nuestros cimientos están implicados.  Necesitamos tocar y saborear antes de juzgar y elegir; y todos estos modos humanos de respuesta han de ser examinados antes de que podamos trascendemos a nosotros mismos y confiar realmente en el camino de la fe.

Cristo sabía que Tomás necesitaba una experiencia personal, del mismo modo que conoce nuestra necesidad y nuestro deseo en ese mismo sentido.  Pues en la unicidad e intensidad de un encuentro personal es donde somos capaces de una respuesta de fe y confianza. La propia razón trabaja mejor después de alguna forma auténtica de éxtasis que nos lleva más allá de nosotros mismos.  En este contexto, la pasión de amor nos lleva a un nuevo discernimiento.  Pues el corazón no es sólo el centro de todos los sentidos, es también el lugar en que sentidos y espíritu se encuentran, se compenetran y se hacen uno: el espacio que se abre a la presencia de Dios.

Cuando nuestra visión ha sido potenciada de este modo y nuestro ser ha sido centrado, la fe puede realmente empezar a cuajar y ayudarnos a enraizar nuestra visión en un camino práctico y personal.  Todo esto está, de alguna manera, implícito en la invitación de Cristo a Tomás de tocar las heridas.  Tocando la herida del costado de Jesús fue como Tomás descubrió de nuevo el corazón de Cristo.  Esto habla de manera más contundente que cualquier frase sobre el amor de Dios. Ahí está la imagen de la ternura y el entusiasmo, de la energía y el consuelo que podía dar valor y confianza.

La herida visible era signo del amor invisible que era su significado. Pero la imagen es también un recuerdo continuo de las heridas siempre presentes en todo ser humano, que reclaman nuestro cuidado y compasión. Somos invitados a tocar esas heridas, a cuidarlas y curarlas, pero sobre todo a recibir con ternura y consuelo a todos aquellos que las sufren.

Los heridos física, psicológica y espiritualmente, son los pobres que tenemos siempre entre nosotros, como también dentro de nosotros. No basta con mirar a quienes están destrozados. Tenemos que tocar sus heridas entrando en contacto con ellos e implicándonos de alguna manera en su situación. Al tocarlos, puede que descubramos de nuevo el corazón de Cristo, y muy cerca de nosotros. Entonces comprenderemos que la última llamada de Cristo resucitado a Tomás se dirige también a nosotros, y seremos capaces de responder.

 

7.    Cree y adora: inmediatez

Antes de la exhortación de Jesús, «No seas incrédulo, sino creyente», Tomás no encontraba palabras para expresarse. Pero el amor y la comprensión de Jesús sacaron a Tomás de sí mismo en un salto de fe que se convirtió en adoración profunda. De algún modo, fue arrastrado más allá de la herida abierta en el costado de Jesús y conoció el corazón de Cristo como una experiencia personal inmediata. Toda duda quedó disipada como irrelevante. La experiencia se autentificaba por sí misma, por eso no le quedó otro camino que el de la entrega incondicional en una fe convertida en adoración.

El corazón de Cristo se había convertido para Tomás en lo que puede ser para todos nosotros: un foco tangible y visible que apunta a ese espacio sagrado de nuestro corazón donde está Dios, para todo ser humano. Por eso las últimas palabras de Jesús llevan a Tomás más allá de las imágenes, a una confianza reencontrada en una vida vivida desde ese centro interior, que es donde nos llevan también a nosotros.

«Dichosos los que creen sin haber visto» (Jn 20,29)

 El corazón, un espacio sagrado. San Pablo. Madrid, 1997, ps. 121-127.