«Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37)


 

  

 

mestre galiana

 


 

GUÍA DE LECTURA

 

Antes de comenzar buscamos Jn 19, 25-37

 

Ambientación

 

En los discursos de despedida que hemos leído para preparar nuestros dos encuentros anteriores, Jesús dispone el ánimo de sus discípulos para ayudarles a afrontar la hora decisiva de su muerte.

 

Al aproximarnos ahora a algunos episodios significativos de la historia de la pasión, tengamos en cuenta aquellas últimas recomendaciones de Jesús a los suyos. Contemplemos la muerte del Señor en la cruz con la misma mirada de fe que el evangelista nos propone. Y descubramos que esta es la hora de la victoria de Jesús, la hora de su glorificación, la hora en la que culmina la misión que el Padre le había encomendado.

 

 

Miramos nuestra vida

 

Al ir por la calle, al encender la televisión, al hojear los periódicos, quizá dentro de nuestra propia casa o en el seno de nuestra familia, la realidad del sufrimiento se nos impone. Allá donde miremos, aparecen ante nuestros ojos muchos hombres y mujeres marcados por el dolor. A veces los miramos con recelo y nos cuesta acercarnos a ellos. Casi siempre preferimos volver la cara para no ver, distraernos, pensar en otras cosas. Pero es inútil. Donde menos lo esperamos, se presenta ante nosotros el rostro de la enfermedad, de la soledad, del hambre, de la guerra, de la marginación social...En demasiados lugares de nuestro mundo, a veces bien cerca de nosotros, se alzan todavía muchas cruces donde hermanos y hermanas nuestros están crucificados como Jesús. Reflexionemos un momento sobre esto y respondamos juntos a estas preguntas:

 

- Cuando miramos a nuestro mundo, ¿tenemos la impresión de que sigue siendo “un calvario”?

¿Conocemos el caso de alguna persona marcada por el dolor y el sufrimiento? ¿Quiénes son hoy los que están crucificados como Jesús? ¿Quiénes los crucifican?

 

Escuchamos la Palabra de Dios

 

El evangelio de Juan nos sitúa junto a la cruz de Jesús, en el mismo lugar donde estaban su madre y el discípulo amado. Desde allí, el evangelista nos invita a mirar al Traspasado con los ojos de la fe. Esa mirada creyente nos ayudará a comprender que sus heridas nos han curado; que, más allá de las apariencias, el Crucificado es el Glorificado; que su muerte no es la demostración de su fracaso sino el signo de su victoria; que su corazón abierto es la señal más grande de su amor por nosotros.

* Antes de proclamar la Palabra de Dios, nos preparamos para acogerla con un momento de silencio. Cada uno pide que el Espíritu Santo ponga en sus ojos la luz de la fe, de modo que pueda entender en profundidad lo que vamos a leer.

 

* Proclamación de Jn 19, 25-37.

 

* Reflexionamos personalmente y en silencio. Cada uno lee de nuevo el pasaje y consulta las notas de su Biblia.

 

* A estas alturas de nuestra lectura del evangelio, nos hemos dado cuenta de que, para comprender de verdad el mensaje de fe que quiere trasmitirnos, es necesario mirar las cosas en profundidad. No basta quedarse en la superficie de lo que sucede. Hay que detenerse con cuidado en todo lo que se dice porque lo más importante no se descubre a primera vista. Vamos a fijarnos en los símbolos, en las expresiones con doble sentido, en las citas de la Escritura y tratemos de responder a estas preguntas:

 

- ¿Qué expresiones, gestos o acciones de las que hemos leído nos parece que tienen un sentido simbólico?

- ¿Nos atreveríamos a interpretarlos y a darles un significado que vaya más allá de las simples apariencias?

 

 

Volvemos sobre nuestra vida

 

Al contemplar al Crucificado con los ojos de la fe, hemos descubierto que su sufrimiento no ha sido inútil. Su sacrificio es fuente de vida para todos. De su corazón herido brota el Espíritu que renueva la humanidad. Eso nos anima a vivir con esperanza cuando el dolor llama a nuestra puerta pero también a no volver la vista ante el deprimente espectáculo de los “traspasados” de nuestro mundo. Si nos situamos al pie de las cruces de nuestros hermanos y hermanas que sufren y desde allí les miramos con la misma mirada de fe con la que hemos contemplado al Traspasado, seguro que encontraremos motivos para permanecer junto a ellos. Sus heridas, sus llagas, sus corazones desgarrados... pueden ser el lugar en el que Dios nos dé a beber del agua de la vida.

 

- ¿Qué podemos hacer para vivir nuestro sufrimiento desde la esperanza y no desde el desánimo? ¿De qué manera deberíamos acercarnos a los “crucificados” y “traspasados” de nuestro mundo? ¿Cómo podemos ofrecerles consuelo y animarles a seguir luchando?

 

Oración

 

 Recogemos en forma de oración lo que la lectura y meditación de la pasión del Señor nos ha sugerido.

 

* Para ambientar este momento de encuentro con Jesús, podemos colocar en medio de la sala una cruz y unas cuantas fotografías o titulares de prensa que hablen de personas marcadas por el sufrimiento. Por desgracia, no nos será difícil encontrarlos en los periódicos del día.

 

* Leemos de nuevo Jn 19, 25-37 después de un momento de silencio que nos ayude a crear el clima adecuado.

 

* Cada uno ora personalmente a partir del pasaje proclamado y de lo que juntos hemos reflexionado y dialogado.

 

* Expresamos nuestra oración comunitaria en forma de alabanza, de súplica o de acción de gracias. Procuramos inspirar nuestra oración en las mismas palabras de la Escritura.

 

* Podemos acabar recitando juntos el salmo 22 (21): “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” o cantando “Danos un corazón”.

 

 

EXPLICACIÓN DEL TEXTO

 

En los capítulos 18 y 19 del cuarto evangelio, ya prácticamente al final del “Libro de la Pasión y de la Gloria”, el autor nos invita a contemplar algunos cuadros escogidos de la pasión, muerte y sepultura de Jesús. Muchos de ellos no tienen paralelo en los sinópticos. Otros sí, aunque estén narrados de manera diferente. Al pasar junto a las “estaciones” de este “viacrucis según San Juan”, podemos detenernos y observar. Leemos, meditamos, vamos dejando atrás las diversas escenas...Tres de ellas llaman nuestra atención de un modo especial. Lo que descubramos en su contemplación dependerá en gran parte de la profundidad de nuestra mirada.

 

Si nos limitamos a mirar con los ojos del cuerpo, se dibujarán ante nosotros otras tantas situaciones dramáticas cuyo sentido percibiremos sin gran dificultad.


En la primera escena (Jn 19, 25-27), la madre de Jesús está junto a su hijo que sufre. Al verse en trance de muerte, Jesús, hijo único de María, se preocupa por el futuro incierto de su madre viuda. Para ello la encomienda a los cuidados de su mejor amigo, que la acoge desde aquel momento en su propia casa.

 

En la segunda escena (Jn 19, 28-30), Jesús crucificado siente sed. Es algo normal si pensamos en la cantidad de sangre que ha perdido al ser azotado (Jn 19,1). Su cuerpo está deshidratado y su garganta seca como una teja. En tales casos, un poco de agua mezclada con vino de mala calidad (el texto lo llama “vinagre”) puede resultar refrescante. Quizá lo que pretendían los soldados al dar de beber al condenado era alargar su agonía. Pero Jesús expiró al instante.

 

En la tercera escena (Jn 19, 31-37), se representa una práctica común en aquella época. La costumbre romana consistía en dejar sobre la cruz  los cuerpos de los ajusticiados por un tiempo indefinido para que fueran pasto de las aves de carroña y sirvieran de escarmiento a los que los veían. La ley judía, en cambio, prohibía que los cadáveres de los crucificados permaneciesen expuestos durante la noche (Dt 21,22-23). La razón era que aquellos que morían colgados de un madero eran considerados malditos de Dios y su presencia podía ser causa de contaminación o impureza religiosa para los demás (Gal 3,13). La necesidad de retirar los cuerpos se hacía todavía más urgente si, como pasaba aquel año, la celebración de la Pascua coincidía con un sábado y por tanto la fiesta revestía una especial solemnidad. Esa es la razón de que los judíos pidiesen a Pilato, gobernador romano de Judea, que quitase los cuerpos de la cruz cuanto antes.

 

Para acelerar la muerte de los crucificados y poder retirar sus cadáveres antes de la puesta del sol, los soldados les quebraron las piernas. Esta práctica tenía por objeto dejar sin posible punto de apoyo a los condenados, que expiraban por asfixia al poco tiempo. Como Jesús estaba ya muerto, un soldado le traspasó el costado con una lanza para rematarlo. Con este golpe de gracia dirigido al corazón, se aseguraba definitivamente la defunción del reo en el caso de que hubiese alguna duda sobre ella.

 

Hasta aquí llega la perspectiva que podemos alcanzar con los ojos del cuerpo. Pero esa manera de ver las cosas es sólo el fruto de una mirada superficial que no sabe ir más allá de las apariencias. Por eso resulta insuficiente y no sirve para captar el verdadero significado de lo que vemos. Quedarse ahí es resignarse a malentender el evangelio. Es pararse a medio camino. Es condenarse a la ceguera y no querer ver el magnífico panorama que se presenta ante nosotros. El autor quiere llevarnos más allá y nos invita a contemplar en profundidad estas escenas. Pero para ello hace falta abrir los ojos de la fe y dejar que el Espíritu nos conduzca a la verdad plena. Es necesario ponerse junto al que “vio estas cosas y da testimonio de ellas” (Jn 19,35) y aprender a mirar al Traspasado de la misma manera que él lo miró. Dejémonos guiar por la mano del que escribe y sigamos las “pistas” que nos ha ido dejando en forma de expresiones simbólicas, afirmaciones con doble sentido, alusiones veladas a otros lugares del evangelio y citas explícitas o implícitas de la Escritura.

 


Con esta nueva luz en los ojos, la primera escena (Jn 19, 25-27) nos revela su significado más profundo. De entre las personas que están junto a la cruz de Jesús, destaca claramente la presencia de su madre. Su reaparición nos recuerda la última vez en la que la vimos actuar con ocasión de las bodas de Caná (Jn 2, 1-12). Aquella escena era como un anuncio de lo que ahora sucede al pie de la cruz, como un ensayo general de la representación definitiva. Entonces, Jesús se resistió a actuar porque todavía no había llegado su hora. Fue su madre la que le obligó a revelarse y a mostrar su gloria antes de tiempo. Al pie de la cruz esa hora ha sonado y María está de nuevo junto a él. Este es el momento en el que Jesús va a a ser glorificado. En Caná, Jesús transformó el agua en vino por insinuación de su madre. Ahora brotarán de su costado sangre y agua y ella estará allí para recoger el vino nuevo que sellará la Alianza definitiva de Dios con los hombres.

 

En esta escena, María no hace sólo el papel de madre de Jesús. Su maternidad se extiende a una multitud de nuevos hijos simbolizados por el “discípulo amado”. María personifica a la Iglesia y el “discípulo amado” representa al seguidor ideal de Jesús, al verdadero creyente que es capaz de perseverar hasta el final con su maestro. La hora en que Jesús muere es para María la hora de un nuevo parto en el que engendra para la vida una familia cuyas relaciones no están basadas en los lazos de sangre, sino en los vínculos de la fe. Al pie de la cruz nace una nueva comunidad. Nace el nuevo Pueblo de Dios. La muerte de Jesús es fuente de fecundidad porque, gracias a ella, su madre se convertirá en madre de todos aquellos que le siguen. Por eso es llamada “mujer”. Para recordarnos que es la Nueva Eva, capaz de dar a luz una humanidad renovada (Gn 4,1).

 

La segunda escena (Jn 19, 28-30) nos revela su auténtico sentido cuando descubrimos que Jesús, “sabiendo que todo se había cumplido”, manifiesta su sed “para que se cumpliese la Escritura” (lee Sal 22,16 o bien Sal 69,22). Ni un punto ni una coma del proyecto de Dios deben quedarse sin realizar. Lo que desea no es beber agua, sino apurar la copa que el Padre le ha preparado (Jn 18,11). Su sed sólo se calmará cuando lleve a término la misión que le ha sido encomendada, cuando haga enteramente la voluntad de quien le ha enviado (Jn 4,34). Una vez más nos sorprenden la libertad y la fidelidad de Jesús, plenamente consciente de lo que está pasando y, a pesar de todo, dispuesto a llegar hasta el final cueste lo que cueste. No es extraño que la muerte se produzca precisamente cuando “todo está cumplido”, es decir, cuando el plan amoroso de Dios anunciado por medio de las Escrituras se ha verificado en plenitud (Jn 13,1). Sus últimas palabras en la cruz son un grito de victoria porque ha llegado con éxito al final de su carrera.

 

Este momento está descrito con una expresión cuya ambigüedad salta a la vista: “Entregó el espíritu”. Es evidente que no se trata del hecho físico de expirar, sino del don del Espíritu Santo tantas veces prometido por el Señor para el tiempo de su glorificación. Estamos ante el Pentecostés del evangelio de Juan.

 

Recordemos finalmente que ésta no es la primera vez en que, a lo largo del relato evangélico, Jesús pide de beber. Lo había hecho ya, sentado junto al pozo de Jacob, a una mujer samaritana que fue a sacar agua a aquel mismo lugar (Jn 4, 1-15). En aquella ocasión, la sed fue sólo la excusa para entablar un diálogo en el que Jesús mismo se revelaría como fuente de agua viva. Ahora, en la cruz, ha llegado el momento en el que aquella revelación se manifestará en plenitud. El mismo que pide de beber, se transformará muy pronto en manantial que brota para la vida eterna. Pero eso nos introduce ya en la escena siguiente.

 

La tercera escena (Jn 19, 31-37) es la más larga y también la más densa en cuanto a su  simbolismo. Lo que ocurre es tan importante que “el que vio estas cosas” da fe de ellas con una sorprendente insistencia. Por si no bastase la firmeza de sus palabras para demostrar la verdad de lo que dice, recurre a la Escritura citando dos pasajes que avalan su propio testimonio. Lo hace para demostrar que lo que sucede no es fruto de la casualidad, sino un “signo” que quiere revelarnos algo de parte de Dios. Sus palabras son una invitación a compartir la fe: “Para que también vosotros creáis”. 

 


El gran signo que requiere nuestra atención es la efusión de sangre y agua del costado de Jesús en el mismo momento en el que es perforado por la lanza del soldado. Aunque tal fenómeno pueda ser explicable desde el punto de vista médico, es evidente que el evangelista nos invita a contemplarlo desde la perspectiva simbólica. La sangre nos recuerda que la muerte de Jesús se ha producido realmente y que su entrega es fuente de vida para nosotros (Jn 6,53-54). El agua simboliza el Espíritu que fecunda y vivifica al creyente (Jn 3,5). Es el mismo Espíritu que Jesús había prometido cuando dijo: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura, ríos de agua viva brotarán de su seno” (Jn 7, 37-39). Ese río de agua y sangre simboliza a la vez a los dos grandes sacramentos que fundamentan la vida cristiana: el bautismo y la eucaristía. Por eso no es extraño que muchos hayan visto aquí a Jesús como al Nuevo Adán, dormido sobre la cruz y de cuyo costado abierto ha surgido, como una Nueva Eva, la Iglesia (Gn 2,21-23).

 

Para iluminar el sentido profundo de este acontecimiento, el evangelista nos invita a contemplarlo a la luz de dos pasajes de la Escritura. El primero de ellos dice: “No le quebrarán ningún hueso” y sirve para ilustrar el hecho de que a Jesús no le rompieran las piernas como a los otros dos condenados. El texto podría aludir a lo que se lee en Sal 34,21. En tal caso, el Crucificado personifica al Justo Sufriente de cuya integridad cuida Dios mismo. Jesús encarna a todos los inocentes que lo pasan mal, a todos los “traspasados” de nuestro mundo. Es el Siervo de Yahvé del que habla el profeta Isaías,  que fue “traspasado por nuestras rebeliones” (Is 53,5) y “vació su vida hasta la muerte” (Is 53,12); aquel personaje misterioso cuyo sufrimiento es fecundo porque causa la salvación del pueblo.

 

 La referencia más clara de este pasaje se encuentra, no obstante, en Éx 12, 46 y Núm 9,12 donde se habla del cordero pascual cuyo sacrificio constituía el rito central de la pascua judía. Eso significa que, como había dicho ya Juan Bautista al comenzar el evangelio, Jesús es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”(Jn 1,29.36). Su sacrificio ha inaugurado una Nueva Pascua y nos ha abierto definitivamente el camino de la liberación. El libro del Apocalipsis recrea bellísimamente esta simbología al representar a Cristo como un Cordero degollado (muerto-traspasado) que se mantiene en pie (vivo-resucitado) y de cuyo cuerpo brota un río de agua viva que alegra la Nueva Jerusalén (Ap 22,1-5).

 

El segundo pasaje citado recuerda una profecía de Zacarías (Zac 12,10) y reza así: “Mirarán al que traspasaron”. Con la apertura del costado de Jesús, Dios nos ofrece el don de su Espíritu que nos renueva, nos purifica, nos perdona los pecados y convierte nuestros corazones. Contemplar al Crucificado con los ojos de la fe nos cura, nos salva y nos da la vida eterna (Jn 3,14-15). Fijar la vista en el Traspasado nos exige solidarizarnos con él e identificarnos con su destino. Mirar su corazón abierto nos lleva a comprender que su amor por nosotros no podía llegar más lejos.

 

La mirada de la fe nos ha llevado a una contemplación esperanzada del Crucificado. No es un fracasado, ni un ejecutado, ni un maldito de Dios. Es el Señor glorioso que ha vencido a la muerte y entrega su Espíritu para que vivifique y fecunde a la Iglesia. Es el que vino por el agua y la sangre (1 Jn 5, 6-8). Es el Cordero degollado en cuyas manos están los destinos de la historia (Ap 5, 6-14). El mismo que vendrá como juez universal al final de los tiempos para dejar en evidencia a aquellos que lo traspasaron (Ap 1,7).

 

 

PARA PROFUNDIZAR

 

La Pasión según San Juan

 

El relato de la pasión es sin duda aquella parte de la historia de Jesús en la que el evangelio de Juan presenta más semejanzas con los sinópticos. Pero basta una lectura detenida para darse cuenta de que las diferencias entre ellos son también muy notables.

 

En primer lugar hay que advertir que ciertos episodios significativos que aparecen en Marcos, Mateo y Lucas son omitidos por el cuarto evangelio. Entre ellos cabe destacar la agonía de Jesús en Getsemaní (pero lee Jn 12, 27) y el juicio ante el sanedrín por parte de las autoridades judías. Tampoco se habla del interrogatorio de Jesús en casa de Herodes, aunque esta escena sólo se encuentra en Lucas. Los ultrajes y las burlas se han reducido. Sólo aparecen, de manera muy sobria, los que tienen lugar en el palacio de Pilato. Además, no se dice que los dos crucificados junto a Jesús fuesen ladrones y se ha evitado narrar el suicidio de Judas. Cuando Jesús muere en la cruz no hay tinieblas que cubran la tierra.

 

Por otro lado, algunas escenas de los sinópticos han sido profundamente modificadas. En la del prendimiento destaca la autoridad y la majestad con la que Jesús se enfrenta a los que vienen a detenerle (“Yo soy”). El careo con Anás no se lee ni en Mateo, ni en Marcos ni en Lucas. El espacio dedicado al juicio ante Pilato es mucho mayor que en el resto de los evangelios y en él se pone el acento sobre la realeza de Jesús. Las escenas que tienen lugar en el Calvario han sido totalmente reelaboradas por el evangelista, hasta el punto de introducir en ellas novedades absolutamente desconocidas por los sinópticos. En ninguno de ellos se dice una sola palabra sobre la presencia de María y el discípulo amado al pie de la cruz, ni sobre la sed de Jesús ni sobre la apertura de su costado por la lanza del soldado.

 

Mirar la pasión de Jesús con ojos nuevos

 

Esta rápida comparación nos demuestra que el autor del cuarto evangelio quiere ofrecernos su particular visión de la pasión del Señor. Para eso utiliza un riquísimo simbolismo que es necesario descifrar e  interpretar. Lo que pretende no es tanto informarnos con exactitud de lo que pasó, sino mostrarnos el profundo significado de los acontecimientos que narra. Aunque el evangelio de Juan y los sinópticos hablen de los mismos hechos, Juan los contempla desde una perspectiva diferente. Los mira con ojos nuevos.

 

Una de las cosas que más llama la atención en su relato es que Jesús es plenamente consciente de lo que se le viene encima y sabe siempre aquello que va a ocurrir (Jn 18, 4). Es él quien domina en todo momento la situación. Nada le pilla por sorpresa. No son los acontecimientos los que deciden el destino de Jesús. Es Jesús quien maneja los hilos de la acción. No hay sitio para la improvisación. Todo sucede para que se cumpla lo que estaba planeado de antemano y él había anunciado con anterioridad (Jn 18, 9.32). 

 

Se diría que el calendario de la pasión está fijado con mucha antelación. Desde el principio del evangelio se habla de la “hora” de Jesús como de algo que tendrá lugar en el momento oportuno (Jn 2,4). Es la hora de la muerte, que pende sobre su cabeza como una sentencia inapelable. Pero mientras llega, Jesús estará a salvo y nadie se atreverá a hacerle mal (Jn 7,30; 8,20). No son los hombres los que fijan los plazos para ejecutar esa sentencia.

 

Precisamente por eso, sorprende aún más la inquebrantable decisión de Jesús de llegar hasta el final. Todo se explica si caemos en la cuenta de que la libertad con la que se entrega a la pasión es fruto de su obediencia al Padre. Jesús no quiere otra cosa sino hacer la voluntad del que le ha enviado. Esa voluntad, que él conoce perfectamente porque está unido a Dios, pasa misteriosamente por la cruz. Por eso Jesús acepta beber la copa que el Padre le ha preparado (Jn 18,11). La actitud de Jesús ante su muerte no es la de una víctima resignada frente a la fatalidad, sino la de quien acepta con plena libertad un destino plenamente asumido por amor (Jn 13,1).

 

En la “Pasión según San Juan”, todo está envuelto en un clima de serenidad. La solemnidad con la que se suceden los acontecimientos no parece cuadrar con el dramatismo de la situación. En general, podemos afirmar que el cuarto evangelio ha suavizado los aspectos más angustiosos o crueles del relato. Pero, aunque se resalte la divinidad de Jesús, eso no significa que  no se tome en serio su muerte o que su verdadera humanidad se ponga en duda. Al contrario, seguramente no hay otro evangelio que se esfuerce tanto en mostrarnos que Jesús murió realmente, a pesar de ser el Hijo de Dios. De todas maneras, lo que está en primer plano no es la tragedia humana que supone el fin de la vida, sino el don libre y plenamente consciente que hace Jesús de la suya. Su grito final en la cruz no demuestra sentimiento de desamparo, como en Marcos o Mateo (Mt 27,46; Mc 15,34), sino la convicción plena de haber cumplido totalmente la voluntad del Padre.

 

Pasión y Gloria, las dos caras de una misma moneda

 

La muerte de Jesús no significa el fracaso de su misión. Es la demostración de que la obra de la salvación ha sido plenamente realizada. Es el signo de su victoria. Por eso, el autor del cuarto evangelio quiere mostrarnos con toda claridad que el Crucificado es también el Glorificado (Jn 13, 31-32; 17,1). Que la elevación de Jesús en la cruz revela su exaltación definitiva al lado del Padre (Jn 8, 28).

 

La hora de la pasión es al mismo tiempo la hora de la glorificación (Jn 12,23; 17,1-5). Es la hora en la que Jesús abandona voluntariamente este mundo para volver al Padre que le había enviado (Jn 13,1). Es la hora en la que va a revelarse la fecundidad de su entrega; la hora del triunfo definitivo sobre la muerte.

 

Como un experto dramaturgo, el autor del cuarto evangelio ha sabido superponer magistralmente los planos y combinar escenas que en otros escritos del Nuevo Testamento aparecen separadas en el tiempo. Anticipando los acontecimientos, ha logrado que el Jesús crucificado sea a la vez contemplado como el Cristo resucitado que entrega el Espíritu. Por eso la cruz ya no es vista como un patíbulo, sino como un trono desde el que Jesús reina (Jn 19,19). Desde esta situación aparentemente vergonzosa, pero realmente gloriosa para los que miran con los ojos de la fe, Jesús atrae hacia sí a todos los que creen en él y les comunica la vida eterna simbolizada en el río de agua y sangre que brota de su costado abierto (Jn 3,14-15; 12, 32-34). El Traspasado no es un hombre derrotado, sino el Cordero de la Nueva Pascua cuya muerte nos ha abierto definitivamente el camino de la liberación.

 

Por eso, la cruz de Jesús no es contemplada en el evangelio de Juan como el lugar donde se estrellan todas las esperanzas, como un escándalo insuperable para la fe, sino más bien como el escenario donde se demuestra el amor ilimitado de Jesús por cada uno de nosotros (Jn 15,13). Un amor que, en definitiva, revela el amor del Padre que es capaz de entregar a la muerte a su propio Hijo con tal de que nosotros lleguemos a disfrutar de la vida que no se acaba (Jn 3,16).

 

Emilio Velasco, msscc

 

(Nota: Estos materiales, elaborados por el P. Emilio Velasco, m.SS.CC., fueron publicados por la Casa de la Biblia en el libro "El amor entrañable del Padre. Guía para una lectura comunitaria del evangelio de Juan,  Ed. Verbo Divino).