GUÍA
DE LECTURA
Antes
de comenzar buscamos Jn
19, 25-37
Ambientación
En
los discursos de despedida que hemos leído para preparar
nuestros dos encuentros anteriores, Jesús dispone el ánimo
de sus discípulos para ayudarles a afrontar la hora
decisiva de su muerte.
Al
aproximarnos ahora a algunos episodios significativos de la
historia de la pasión, tengamos en cuenta aquellas últimas
recomendaciones de Jesús a los suyos. Contemplemos la
muerte del Señor en la cruz con la misma mirada de fe que
el evangelista nos propone. Y descubramos que esta es la
hora de la victoria de Jesús, la hora de su glorificación,
la hora en la que culmina la misión que el Padre le había
encomendado.
Miramos
nuestra vida
Al
ir por la calle, al encender la televisión, al hojear los
periódicos, quizá dentro de nuestra propia casa o en el
seno de nuestra familia, la realidad del sufrimiento se nos
impone. Allá donde miremos, aparecen ante nuestros ojos
muchos hombres y mujeres marcados por el dolor. A veces los
miramos con recelo y nos cuesta acercarnos a ellos. Casi
siempre preferimos volver la cara para no ver, distraernos,
pensar en otras cosas. Pero es inútil. Donde menos lo
esperamos, se presenta ante nosotros el rostro de la
enfermedad, de la soledad, del hambre, de la guerra, de la
marginación social...En demasiados lugares de nuestro
mundo, a veces bien cerca de nosotros, se alzan todavía
muchas cruces donde hermanos y hermanas nuestros están
crucificados como Jesús. Reflexionemos un momento sobre
esto y respondamos juntos a estas preguntas:
-
Cuando miramos a nuestro mundo, ¿tenemos la impresión de
que sigue siendo “un calvario”?
¿Conocemos
el caso de alguna persona marcada por el dolor y el
sufrimiento? ¿Quiénes son hoy los que están crucificados
como Jesús? ¿Quiénes los crucifican?
Escuchamos
la Palabra de Dios
El
evangelio de Juan nos sitúa junto a la cruz de Jesús, en
el mismo lugar donde estaban su madre y el discípulo amado.
Desde allí, el evangelista nos invita a mirar al Traspasado
con los ojos de la fe. Esa mirada creyente nos ayudará a
comprender que sus heridas nos han curado; que, más allá
de las apariencias, el Crucificado es el Glorificado; que su
muerte no es la demostración de su fracaso sino el signo de
su victoria; que su corazón abierto es la señal más
grande de su amor por nosotros.
*
Antes de proclamar la Palabra de Dios, nos preparamos para
acogerla con un momento de silencio. Cada uno pide que el
Espíritu Santo ponga en sus ojos la luz de la fe, de modo
que pueda entender en profundidad lo que vamos a leer.
*
Proclamación de Jn 19, 25-37.
*
Reflexionamos personalmente y en silencio. Cada uno lee de
nuevo el pasaje y consulta las notas de su Biblia.
*
A estas alturas de nuestra lectura del evangelio, nos hemos
dado cuenta de que, para comprender de verdad el mensaje de
fe que quiere trasmitirnos, es necesario mirar las cosas en
profundidad. No basta quedarse en la superficie de lo que
sucede. Hay que detenerse con cuidado en todo lo que se dice
porque lo más importante no se descubre a primera vista.
Vamos a fijarnos en los símbolos, en las expresiones con
doble sentido, en las citas de la Escritura y tratemos de
responder a estas preguntas:
-
¿Qué expresiones, gestos o acciones de las que hemos leído
nos parece que tienen un sentido simbólico?
-
¿Nos atreveríamos a interpretarlos y a darles un
significado que vaya más allá de las simples apariencias?
Volvemos
sobre nuestra vida
Al
contemplar al Crucificado con los ojos de la fe, hemos
descubierto que su sufrimiento no ha sido inútil. Su
sacrificio es fuente de vida para todos. De su corazón
herido brota el Espíritu que renueva la humanidad. Eso nos
anima a vivir con esperanza cuando el dolor llama a nuestra
puerta pero también a no volver la vista ante el deprimente
espectáculo de los “traspasados” de nuestro mundo. Si
nos situamos al pie de las cruces de nuestros hermanos y
hermanas que sufren y desde allí les miramos con la misma
mirada de fe con la que hemos contemplado al Traspasado,
seguro que encontraremos motivos para permanecer junto a
ellos. Sus heridas, sus llagas, sus corazones desgarrados...
pueden ser el lugar en el que Dios nos dé a beber del agua
de la vida.
-
¿Qué podemos hacer para vivir nuestro sufrimiento desde la
esperanza y no desde el desánimo? ¿De qué manera deberíamos
acercarnos a los “crucificados” y “traspasados” de
nuestro mundo? ¿Cómo podemos ofrecerles consuelo y
animarles a seguir luchando?
Oración
Recogemos
en forma de oración lo que la lectura y meditación de la
pasión del Señor nos ha sugerido.
*
Para ambientar este momento de encuentro con Jesús, podemos
colocar en medio de la sala una cruz y unas cuantas fotografías
o titulares de prensa que hablen de personas marcadas por el
sufrimiento. Por desgracia, no nos será difícil
encontrarlos en los periódicos del día.
*
Leemos de nuevo Jn 19, 25-37 después de un momento de
silencio que nos ayude a crear el clima adecuado.
*
Cada uno ora personalmente a partir del pasaje proclamado y
de lo que juntos hemos reflexionado y dialogado.
*
Expresamos nuestra oración comunitaria en forma de
alabanza, de súplica o de acción de gracias. Procuramos
inspirar nuestra oración en las mismas palabras de la
Escritura.
*
Podemos acabar recitando juntos el salmo 22 (21): “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” o cantando
“Danos un corazón”.
EXPLICACIÓN
DEL TEXTO
En
los capítulos 18 y 19 del cuarto evangelio, ya prácticamente
al final del “Libro de la Pasión y de la Gloria”, el
autor nos invita a contemplar algunos cuadros escogidos de
la pasión, muerte y sepultura de Jesús. Muchos de ellos no
tienen paralelo en los sinópticos. Otros sí, aunque estén
narrados de manera diferente. Al pasar junto a las
“estaciones” de este “viacrucis según San Juan”,
podemos detenernos y observar. Leemos, meditamos, vamos
dejando atrás las diversas escenas...Tres de ellas llaman
nuestra atención de un modo especial. Lo que descubramos en
su contemplación dependerá en gran parte de la profundidad
de nuestra mirada.
Si
nos limitamos a mirar con los ojos del cuerpo, se dibujarán
ante nosotros otras tantas situaciones dramáticas cuyo
sentido percibiremos sin gran dificultad.
En
la primera escena
(Jn 19, 25-27), la madre de Jesús está junto a su hijo que
sufre. Al verse en trance de muerte, Jesús, hijo único de
María, se preocupa por el futuro incierto de su madre
viuda. Para ello la encomienda a los cuidados de su mejor
amigo, que la acoge desde aquel momento en su propia casa.
En
la segunda escena (Jn
19, 28-30), Jesús crucificado siente sed. Es algo normal si
pensamos en la cantidad de sangre que ha perdido al ser
azotado (Jn 19,1). Su cuerpo está deshidratado y su
garganta seca como una teja. En tales casos, un poco de agua
mezclada con vino de mala calidad (el texto lo llama
“vinagre”) puede resultar refrescante. Quizá lo que
pretendían los soldados al dar de beber al condenado era
alargar su agonía. Pero Jesús expiró al instante.
En
la tercera escena
(Jn 19, 31-37), se representa una práctica común en
aquella época. La costumbre romana consistía en dejar
sobre la cruz los
cuerpos de los ajusticiados por un tiempo indefinido para
que fueran pasto de las aves de carroña y sirvieran de
escarmiento a los que los veían. La ley judía, en cambio,
prohibía que los cadáveres de los crucificados
permaneciesen expuestos durante la noche (Dt 21,22-23). La
razón era que aquellos que morían colgados de un madero
eran considerados malditos de Dios y su presencia podía ser
causa de contaminación o impureza religiosa para los demás
(Gal 3,13). La necesidad de retirar los cuerpos se hacía
todavía más urgente si, como pasaba aquel año, la
celebración de la Pascua coincidía con un sábado y por
tanto la fiesta revestía una especial solemnidad. Esa es la
razón de que los judíos pidiesen a Pilato, gobernador
romano de Judea, que quitase los cuerpos de la cruz cuanto
antes.
Para
acelerar la muerte de los crucificados y poder retirar sus
cadáveres antes de la puesta del sol, los soldados les
quebraron las piernas. Esta práctica tenía por objeto
dejar sin posible punto de apoyo a los condenados, que
expiraban por asfixia al poco tiempo. Como Jesús estaba ya
muerto, un soldado le traspasó el costado con una lanza
para rematarlo. Con este golpe de gracia dirigido al corazón,
se aseguraba definitivamente la defunción del reo en el
caso de que hubiese alguna duda sobre ella.
Hasta
aquí llega la perspectiva que podemos alcanzar con los ojos
del cuerpo. Pero esa manera de ver las cosas es sólo el
fruto de una mirada superficial que no sabe ir más allá de
las apariencias. Por eso resulta insuficiente y no sirve
para captar el verdadero significado de lo que vemos.
Quedarse ahí es resignarse a malentender el evangelio. Es
pararse a medio camino. Es condenarse a la ceguera y no
querer ver el magnífico panorama que se presenta ante
nosotros. El autor quiere llevarnos más allá y nos invita
a contemplar en profundidad estas escenas. Pero para ello
hace falta abrir los ojos de la fe y dejar que el Espíritu
nos conduzca a la verdad plena. Es necesario ponerse junto
al que “vio estas cosas y da testimonio de ellas” (Jn
19,35) y aprender a mirar al Traspasado de la misma manera
que él lo miró. Dejémonos guiar por la mano del que
escribe y sigamos las “pistas” que nos ha ido dejando en
forma de expresiones simbólicas, afirmaciones con doble
sentido, alusiones veladas a otros lugares del evangelio y
citas explícitas o implícitas de la Escritura.
Con
esta nueva luz en los ojos, la primera
escena (Jn 19, 25-27) nos revela su significado más
profundo. De entre las personas que están junto a la cruz
de Jesús, destaca claramente la presencia de su madre. Su
reaparición nos recuerda la última vez en la que la vimos
actuar con ocasión de las bodas de Caná (Jn 2, 1-12).
Aquella escena era como un anuncio de lo que ahora sucede al
pie de la cruz, como un ensayo general de la representación
definitiva. Entonces, Jesús se resistió a actuar porque
todavía no había llegado su hora. Fue su madre la que le
obligó a revelarse y a mostrar su gloria antes de tiempo.
Al pie de la cruz esa hora ha sonado y María está de nuevo
junto a él. Este es el momento en el que Jesús va a a ser
glorificado. En Caná, Jesús transformó el agua en vino
por insinuación de su madre. Ahora brotarán de su costado
sangre y agua y ella estará allí para recoger el vino
nuevo que sellará la Alianza definitiva de Dios con los
hombres.
En
esta escena, María no hace sólo el papel de madre de Jesús.
Su maternidad se extiende a una multitud de nuevos hijos
simbolizados por el “discípulo amado”. María
personifica a la Iglesia y el “discípulo amado”
representa al seguidor ideal de Jesús, al verdadero
creyente que es capaz de perseverar hasta el final con su
maestro. La hora en que Jesús muere es para María la hora
de un nuevo parto en el que engendra para la vida una
familia cuyas relaciones no están basadas en los lazos de
sangre, sino en los vínculos de la fe. Al pie de la cruz
nace una nueva comunidad. Nace el nuevo Pueblo de Dios. La
muerte de Jesús es fuente de fecundidad porque, gracias a
ella, su madre se convertirá en madre de todos aquellos que
le siguen. Por eso es llamada “mujer”. Para recordarnos
que es la Nueva Eva, capaz de dar a luz una humanidad
renovada (Gn 4,1).
La
segunda escena (Jn
19, 28-30) nos revela su auténtico sentido cuando
descubrimos que Jesús, “sabiendo que todo se había
cumplido”, manifiesta su sed “para que se cumpliese la
Escritura” (lee Sal 22,16 o bien Sal 69,22). Ni un punto
ni una coma del proyecto de Dios deben quedarse sin
realizar. Lo que desea no es beber agua, sino apurar la copa
que el Padre le ha preparado (Jn 18,11). Su sed sólo se
calmará cuando lleve a término la misión que le ha sido
encomendada, cuando haga enteramente la voluntad de quien le
ha enviado (Jn 4,34). Una vez más nos sorprenden la
libertad y la fidelidad de Jesús, plenamente consciente de
lo que está pasando y, a pesar de todo, dispuesto a llegar
hasta el final cueste lo que cueste. No es extraño que la
muerte se produzca precisamente cuando “todo está
cumplido”, es decir, cuando el plan amoroso de Dios
anunciado por medio de las Escrituras se ha verificado en
plenitud (Jn 13,1). Sus últimas palabras en la cruz son un
grito de victoria porque ha llegado con éxito al final de
su carrera.
Este
momento está descrito con una expresión cuya ambigüedad
salta a la vista: “Entregó el espíritu”. Es evidente
que no se trata del hecho físico de expirar, sino del don
del Espíritu Santo tantas veces prometido por el Señor
para el tiempo de su glorificación. Estamos ante el
Pentecostés del evangelio de Juan.
Recordemos
finalmente que ésta no es la primera vez en que, a lo largo
del relato evangélico, Jesús pide de beber. Lo había
hecho ya, sentado junto al pozo de Jacob, a una mujer
samaritana que fue a sacar agua a aquel mismo lugar (Jn 4,
1-15). En aquella ocasión, la sed fue sólo la excusa para
entablar un diálogo en el que Jesús mismo se revelaría
como fuente de agua viva. Ahora, en la cruz, ha llegado el
momento en el que aquella revelación se manifestará en
plenitud. El mismo que pide de beber, se transformará muy
pronto en manantial que brota para la vida eterna. Pero eso
nos introduce ya en la escena siguiente.
La
tercera escena (Jn
19, 31-37) es la más larga y también la más densa en
cuanto a su simbolismo. Lo que ocurre es tan importante que “el que vio
estas cosas” da fe de ellas con una sorprendente
insistencia. Por si no bastase la firmeza de sus palabras
para demostrar la verdad de lo que dice, recurre a la
Escritura citando dos pasajes que avalan su propio
testimonio. Lo hace para demostrar que lo que sucede no es
fruto de la casualidad, sino un “signo” que quiere
revelarnos algo de parte de Dios. Sus palabras son una
invitación a compartir la fe: “Para que también vosotros
creáis”.
El
gran signo que requiere nuestra atención es la efusión de
sangre y agua del costado de Jesús en el mismo momento en
el que es perforado por la lanza del soldado. Aunque tal fenómeno
pueda ser explicable desde el punto de vista médico, es
evidente que el evangelista nos invita a contemplarlo desde
la perspectiva simbólica. La sangre nos recuerda que la
muerte de Jesús se ha producido realmente y que su entrega
es fuente de vida para nosotros (Jn 6,53-54). El agua
simboliza el Espíritu que fecunda y vivifica al creyente (Jn
3,5). Es el mismo Espíritu que Jesús había prometido
cuando dijo: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba
el que cree en mí. Como dice la Escritura, ríos de agua
viva brotarán de su seno” (Jn 7, 37-39). Ese río de agua
y sangre simboliza a la vez a los dos grandes sacramentos
que fundamentan la vida cristiana: el bautismo y la eucaristía.
Por eso no es extraño que muchos hayan visto aquí a Jesús
como al Nuevo Adán, dormido sobre la cruz y de cuyo costado
abierto ha surgido, como una Nueva Eva, la Iglesia (Gn
2,21-23).
Para
iluminar el sentido profundo de este acontecimiento, el
evangelista nos invita a contemplarlo a la luz de dos
pasajes de la Escritura. El primero de ellos dice: “No le
quebrarán ningún hueso” y sirve para ilustrar el hecho
de que a Jesús no le rompieran las piernas como a los otros
dos condenados. El texto podría aludir a lo que se lee en
Sal 34,21. En tal caso, el Crucificado personifica al Justo
Sufriente de cuya integridad cuida Dios mismo. Jesús
encarna a todos los inocentes que lo pasan mal, a todos los
“traspasados” de nuestro mundo. Es el Siervo de Yahvé
del que habla el profeta Isaías,
que fue “traspasado por nuestras rebeliones” (Is
53,5) y “vació su vida hasta la muerte” (Is 53,12);
aquel personaje misterioso cuyo sufrimiento es fecundo
porque causa la salvación del pueblo.
La
referencia más clara de este pasaje se encuentra, no
obstante, en Éx 12, 46 y Núm 9,12 donde se habla del
cordero pascual cuyo sacrificio constituía el rito central
de la pascua judía. Eso significa que, como había dicho ya
Juan Bautista al comenzar el evangelio, Jesús es “el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”(Jn
1,29.36). Su sacrificio ha inaugurado una Nueva Pascua y nos
ha abierto definitivamente el camino de la liberación. El
libro del Apocalipsis recrea bellísimamente esta simbología
al representar a Cristo como un Cordero degollado
(muerto-traspasado) que se mantiene en pie (vivo-resucitado)
y de cuyo cuerpo brota un río de agua viva que alegra la
Nueva Jerusalén (Ap 22,1-5).
El
segundo pasaje citado recuerda una profecía de Zacarías (Zac
12,10) y reza así: “Mirarán al que traspasaron”. Con
la apertura del costado de Jesús, Dios nos ofrece el don de
su Espíritu que nos renueva, nos purifica, nos perdona los
pecados y convierte nuestros corazones. Contemplar al
Crucificado con los ojos de la fe nos cura, nos salva y nos
da la vida eterna (Jn 3,14-15). Fijar la vista en el
Traspasado nos exige solidarizarnos con él e identificarnos
con su destino. Mirar su corazón abierto nos lleva a
comprender que su amor por nosotros no podía llegar más
lejos.
La
mirada de la fe nos ha llevado a una contemplación
esperanzada del Crucificado. No es un fracasado, ni un
ejecutado, ni un maldito de Dios. Es el Señor glorioso que
ha vencido a la muerte y entrega su Espíritu para que
vivifique y fecunde a la Iglesia. Es el que vino por el agua
y la sangre (1 Jn 5, 6-8). Es el Cordero degollado en cuyas
manos están los destinos de la historia (Ap 5, 6-14). El
mismo que vendrá como juez universal al final de los
tiempos para dejar en evidencia a aquellos que lo
traspasaron (Ap 1,7).
PARA
PROFUNDIZAR
La
Pasión según San Juan
El
relato de la pasión es sin duda aquella parte de la historia
de Jesús en la que el evangelio de Juan presenta más
semejanzas con los sinópticos. Pero basta una lectura
detenida para darse cuenta de que las diferencias entre ellos
son también muy notables.
En
primer lugar hay que advertir que ciertos episodios
significativos que aparecen en Marcos, Mateo y Lucas son
omitidos por el cuarto evangelio. Entre ellos cabe destacar la
agonía de Jesús en Getsemaní (pero lee Jn 12, 27) y el
juicio ante el sanedrín por parte de las autoridades judías.
Tampoco se habla del interrogatorio de Jesús en casa de
Herodes, aunque esta escena sólo se encuentra en Lucas. Los
ultrajes y las burlas se han reducido. Sólo aparecen, de
manera muy sobria, los que tienen lugar en el palacio de
Pilato. Además, no se dice que los dos crucificados junto a
Jesús fuesen ladrones y se ha evitado narrar el suicidio de
Judas. Cuando Jesús muere en la cruz no hay tinieblas que
cubran la tierra.
Por
otro lado, algunas escenas de los sinópticos han sido
profundamente modificadas. En la del prendimiento destaca la
autoridad y la majestad con la que Jesús se enfrenta a los
que vienen a detenerle (“Yo soy”). El careo con Anás no
se lee ni en Mateo, ni en Marcos ni en Lucas. El espacio
dedicado al juicio ante Pilato es mucho mayor que en el resto
de los evangelios y en él se pone el acento sobre la realeza
de Jesús. Las escenas que tienen lugar en el Calvario han
sido totalmente reelaboradas por el evangelista, hasta el
punto de introducir en ellas novedades absolutamente
desconocidas por los sinópticos. En ninguno de ellos se dice
una sola palabra sobre la presencia de María y el discípulo
amado al pie de la cruz, ni sobre la sed de Jesús ni sobre la
apertura de su costado por la lanza del soldado.
Mirar
la pasión de Jesús con ojos nuevos
Esta
rápida comparación nos demuestra que el autor del cuarto
evangelio quiere ofrecernos su particular visión de la pasión
del Señor. Para eso utiliza un riquísimo simbolismo que es
necesario descifrar e interpretar. Lo que pretende no es tanto informarnos con
exactitud de lo que pasó, sino mostrarnos el profundo
significado de los acontecimientos que narra. Aunque el
evangelio de Juan y los sinópticos hablen de los mismos
hechos, Juan los contempla desde una perspectiva diferente.
Los mira con ojos nuevos.
Una
de las cosas que más llama la atención en su relato es que
Jesús es plenamente consciente de lo que se le viene encima y
sabe siempre aquello que va a ocurrir (Jn 18, 4). Es él quien
domina en todo momento la situación. Nada le pilla por
sorpresa. No son los acontecimientos los que deciden el
destino de Jesús. Es Jesús quien maneja los hilos de la acción.
No hay sitio para la improvisación. Todo sucede para que se
cumpla lo que estaba planeado de antemano y él había
anunciado con anterioridad (Jn 18, 9.32).
Se
diría que el calendario de la pasión está fijado con mucha
antelación. Desde el principio del evangelio se habla de la
“hora” de Jesús como de algo que tendrá lugar en el
momento oportuno (Jn 2,4). Es la hora de la muerte, que pende
sobre su cabeza como una sentencia inapelable. Pero mientras
llega, Jesús estará a salvo y nadie se atreverá a hacerle
mal (Jn 7,30; 8,20). No son los hombres los que fijan los
plazos para ejecutar esa sentencia.
Precisamente
por eso, sorprende aún más la inquebrantable decisión de
Jesús de llegar hasta el final. Todo se explica si caemos en
la cuenta de que la libertad con la que se entrega a la pasión
es fruto de su obediencia al Padre. Jesús no quiere otra cosa
sino hacer la voluntad del que le ha enviado. Esa voluntad,
que él conoce perfectamente porque está unido a Dios, pasa
misteriosamente por la cruz. Por eso Jesús acepta beber la
copa que el Padre le ha preparado (Jn 18,11). La actitud de
Jesús ante su muerte no es la de una víctima resignada
frente a la fatalidad, sino la de quien acepta con plena
libertad un destino plenamente asumido por amor (Jn 13,1).
En
la “Pasión según San Juan”, todo está envuelto en un
clima de serenidad. La solemnidad con la que se suceden los
acontecimientos no parece cuadrar con el dramatismo de la
situación. En general, podemos afirmar que el cuarto
evangelio ha suavizado los aspectos más angustiosos o crueles
del relato. Pero, aunque se resalte la divinidad de Jesús,
eso no significa que no se tome en serio su muerte o que su verdadera humanidad se
ponga en duda. Al contrario, seguramente no hay otro evangelio
que se esfuerce tanto en mostrarnos que Jesús murió
realmente, a pesar de ser el Hijo de Dios. De todas maneras,
lo que está en primer plano no es la tragedia humana que
supone el fin de la vida, sino el don libre y plenamente
consciente que hace Jesús de la suya. Su grito final en la
cruz no demuestra sentimiento de desamparo, como en Marcos o
Mateo (Mt 27,46; Mc 15,34), sino la convicción plena de haber
cumplido totalmente la voluntad del Padre.
Pasión
y Gloria, las dos caras de una misma moneda
La
muerte de Jesús no significa el fracaso de su misión. Es la
demostración de que la obra de la salvación ha sido
plenamente realizada. Es el signo de su victoria. Por eso, el
autor del cuarto evangelio quiere mostrarnos con toda claridad
que el Crucificado es también el Glorificado (Jn 13, 31-32;
17,1). Que la elevación de Jesús en la cruz revela su
exaltación definitiva al lado del Padre (Jn 8, 28).
La
hora de la pasión es al mismo tiempo la hora de la
glorificación (Jn 12,23; 17,1-5). Es la hora en la que Jesús
abandona voluntariamente este mundo para volver al Padre que
le había enviado (Jn 13,1). Es la hora en la que va a
revelarse la fecundidad de su entrega; la hora del triunfo
definitivo sobre la muerte.
Como
un experto dramaturgo, el autor del cuarto evangelio ha sabido
superponer magistralmente los planos y combinar escenas que en
otros escritos del Nuevo Testamento aparecen separadas en el
tiempo. Anticipando los acontecimientos, ha logrado que el Jesús
crucificado sea a la vez contemplado como el Cristo resucitado
que entrega el Espíritu. Por eso la cruz ya no es vista como
un patíbulo, sino como un trono desde el que Jesús reina (Jn
19,19). Desde esta situación aparentemente vergonzosa, pero
realmente gloriosa para los que miran con los ojos de la fe,
Jesús atrae hacia sí a todos los que creen en él y les
comunica la vida eterna simbolizada en el río de agua y
sangre que brota de su costado abierto (Jn 3,14-15; 12,
32-34). El Traspasado no es un hombre derrotado, sino el
Cordero de la Nueva Pascua cuya muerte nos ha abierto
definitivamente el camino de la liberación.
Por
eso, la cruz de Jesús no es contemplada en el evangelio de
Juan como el lugar donde se estrellan todas las esperanzas,
como un escándalo insuperable para la fe, sino más bien como
el escenario donde se demuestra el amor ilimitado de Jesús
por cada uno de nosotros (Jn 15,13). Un amor que, en
definitiva, revela el amor del Padre que es capaz de entregar
a la muerte a su propio Hijo con tal de que nosotros lleguemos
a disfrutar de la vida que no se acaba (Jn 3,16).
Emilio
Velasco, msscc
(Nota:
Estos
materiales, elaborados por el P. Emilio Velasco, m.SS.CC.,
fueron publicados por la Casa de la Biblia en el libro
"El amor entrañable del Padre. Guía para una lectura
comunitaria del evangelio de Juan,
Ed. Verbo Divino).
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